Kipá
Empaquetar un cuadro es tarea compleja: me dan unas tuberías de PVC como las de los canalones de agua, selladas con celofán transparente, un certificado de autenticidad y una factura por diez veces menos de lo que vale. El verdadero suplicio consistiría en tener que abrirlo y explicarle al servicio de aduanas de los Estados Unidos de América que lo que llevo es un cuadro de un pintor español para un amigo que vive en Los Ángeles y que es un regalo. He declarado 650 dólares de valor.
A lo lejos veo que el funcionario lleva kipá. Le cuento a Sara (supongo que han leído la Biblia: Sara) y me dice raúda: yo soy tu abogada. El tipo sólo se detiene un segundo y me hace pasar y da un gracias en un castellano de una torpeza tan grande como su amabilidad, la amabilidad que la tradición dice no se puede esperar en los antipáticos y rotundos servicios de inmigración y aduanas de este país de emigrantes. Sara se despide de él en hebreo y se queda aturdido.
Pero sólo unos metros más allá caigo en lo evidente y le digo a Sara que lo último a esperar es que un judío esté de plumilla en el aeropuerto.
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