Llega la aurora

24/05/2020. Ha vuelto el calor, puede que definitivamente. Los bonsais me consumen agua despavoridos, pero crecen vigorosos. No falta de nada, ni burrata, ni Fanta de limón, ni cocacola zero.

He was excited, forcing himself to be optimistic. He imagined the town starting to live again from zero and wiping out its past.

Camus, La Peste.

Despertar. Los paseantes se peinan, se adornan, se ponen camisa limpia (y mascarilla) y recorren las calles. Está abierto Palazzo, formidables helados (y yo tomo siempre el de limón con una bola de After Eight). Hay una fila, muy responsable, de gente que espera su cono o su tarrina. Está abierta La Mallorquina. No acierto a ver si despacha ensaimadas y croissants, pero hay luz y un escaparate abierto. Está abierto el Mango de Fuencarral. Benetton en la Gran Vía. La pastelería portuguesa de Callao, limpia su fachada. Hay putas en la calle Ballesta: se estaban gritando entre ellas y, de lo poco que logré entender, flotaba en el aire la acusación de «no deja trabajar», que debía estar dirigida a una tercera o tercero ausente. El verbo trabajar sugiere que hacer la calle, vuelve a ser un verbo conjugable y que, efectivamente, la economía se mueve. Sumergida en este caso concreto, pero el comercio no entiende demasiado bien de adjetivos. 

Volvemos. Sube el ruido. Tendré nostalgia del silencio. Nos conceden fútbol, pero hace muchos años que sólo veo partidos del siglo (ya se sabe, dos o tres cada año). Se invita a los viajeros internacionales a ejercer de turistas y llenar hoteles, playas y disfrutar de sangría y nuestros bellos paisajes. En Wall Street Journal titulan una columna A Nadie Le Gustan Los Turistas – Hasta Que Se Quedan Lejos. La señora que lo escribe afirma: «The economy cannot recover with everyone at home watching Netflix». La rambla de Barcelona se ha convertido en auténtico templo del mal gusto, en Venecia leí hace tiempo que el sonido de las ruedas de las maletas se convirtió en pesadilla. La estética de los turistas amontonados frente a La Gioconda en París o personajes medio histéricos haciéndose fotos con un palo cada diez metros de la subida a Machu Picchu, después de aborrecer la explanada repleta de autobuses, es horrenda. Los mitos de los libros de viajes, se han convertido en parques temáticos en los que se consume la maqueta de algo que, siendo real, ya no lo es. Pero esto es consideración filosófica (qué atrevido que soy con mis pensamientos), algo parecido a olvidar que Benidorm se volvió feo, pero dejaron de ser pobres. Si el turismo regresa, es que volvemos.

Nos enfadamos. Julio Feo explicaba en sus memorias de comunicador político y jefe de gabinete de Felipe González que obligó al partido a quitar las banderas rojas por banderas blancas. Fue José Antonio Martínez Soler el que me dijo que, en el ya remoto primer tiempo de la Transición, Julio Feo, quien tenía unas oficinas cercanas a la revista en la que estuviera entonces (ya no lo recuerdo), se dedicaba a hacer cosas modernas en comunicación traídas desde Estados Unidos. Modernizarse era el mantra inherente al impulso social que corrió a sustituir el franquismo por otra cosa. Además del rojo de las banderas, Feo quitó el viejo símbolo del yunque, la pluma, el tintero y el libro, por el puño y la rosa. La razón era de pura mercadotecnia. Mercadotecnia es una palabra que suscita suspicacia: implica un practicismo que se ve como ventajista, en vez de verse como la forma de adaptar un producto a lo que la gente percibe como valor. Se puede decir, pues, que implica una traición a las esencias: si haces una paella precocinada, la congelas, eliges ingredientes secundarios para ponerlo al precio que se quiere pagar, la paella deja de parecerse a esa sublimación del Mediterráneo que, cuando se hace con buen arte, es. Feo tenía una buena razón: su modernidad en la investigación social había detectado que las banderas rojas generaban temor y reticencia. Temor y reticencia a la Segunda República y la Guerra Civil. La bandera roja era, en la memoria, enfrentamiento y el temor a la actuación revolucionaria: la apropiación de la propiedad privada, la quema de iglesias y, seguramente, el horror de la checa. La victoria intelectual de la guerra perdida ha hecho olvidar que las guerras fraticidas no son algo tan simple como buenos y malos, sino que generalmente son espirales poco ejemplares sobre lo que los seres humanos son capaces. Es decir, la desgracia de la victoria derechista ha hecho olvidar que la derrotada izquierda hubiera querido ser vencedora, y que derrotar al otro tiene mucho más que ver con el temor a la victoria del contrario y sus consecuencias, que con la afirmación de uno mismo: nadie es inocente. Efectivamente, el propio Julio Feo relata cómo, Pablo Castellano, ofendido por la pérdida de la esencia del rojo, cambiaba las banderas en los mítines ante la indignación del estratega de márketing. Pablo Castellano, en uno de sus libros (yo lo leí), relata el mismo hecho desde su lado. A Felipe González se le atribuye el ser fan de la justificación del desmontaje del maoismo: da igual gato blanco que gato negro, lo que importa es que cace ratones. Los ratones era convencer a la población española de que el triunfo de un partido de izquierdas no suponía la imposición de una revolución marxista-leninista. Como se vio después, al menos para llegar al poder, y tras aquello de «hay que ser socialistas antes que marxistas», Feo tenía razón. Obviamente, la pureza revolucionaria se perdió. Pero se puede decir que se ganó. El problema de la derecha española es que no ha logrado cambiar su bandera rojigualda (que sí, que es de todos y tiene fundamento histórico previo a la guerra, pero ya se sabe: la realidad es que se percibe como la bandera de los ganadores) por otra simbología para ser aceptados. Es decir, al igual que el votante medio temía la revolución obrera, también teme a quienes son presentados como la derechona, los fascistas, los fachas y los ricos insolidarios. Existe suficiente bagaje intelectual como para que eso pueda ser hasta ridículo (también sobre el mero hecho de que un partido de izquierdas oficial se dedique a expropiar como un Hugo Chávez redivivo) pero, que venga Umberto Eco y me contradiga, la semiótica del asunto no funciona así. El conservadurismo, el liberalismo, la democracia cristiana y el populismo derechista español (¿se puede hablar de fascismo en 2020?) no han sido capaces de construir una arquitectura simbólica para cazar sus ratones: para unos será más la preponderancia de las bases de las sociedades abiertas, para otros la Ciudad de Dios y la patria indivisible. Obviamente, quien les escribe es más de lo primero y poco o nada de lo segundo. Pero eso no quita para que, si aspiran a convencer sin violencia (esto es importante, y se les negará por defecto), no tengan que pensarlo. Así pues, llenando la calles de coches con banderas españolas (o: unas cuantas calles de Madrid con coches con banderas españolas) sólo consiguen el refuerzo del relato de la temible derecha a la que hay que derrotar, no importa lo que hagan los míos. Veo una foto de una mujer que saca un cartel frente a los manifestantes que dice: «Vuestras banderas no sanan». Cualquiera puede decir que tu bandera de la Segunda República en cualquier otra manifestación al uso no te hace más demócrata, pero te mataron. La lógica del examen intelectual no es la lógica de los símbolos. Protestar es legítimo. Pero si no sabes protestar quedas, en el mejor de los casos, como un niño con un berrinche. Y todos enfadados. Hartos de las miserias humanas.

«Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez», decía el tango, no suele ser vivir. Sirve para la nostalgia de la patria y la revolución perdida o del amor que el tiempo apartó. Se abren las puertas mañana. No del todo, pero se abren. Quizá hablar del mundo de antes y del de después, no sea la categoría de análisis para continuar viviendo. Se trata de continuar haciendo.

 

Salidas: salir ya es, casi, normalidad.

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