La Corona

Las conversaciones familiares trajeron a cuenta que tengo un sobrino republicano.

No es sorprendente, pues tiene una familia que emocionalmente siempre se sintió perdedora de la caída de la Segunda República. Pero como, creo, toda su generación, ni vivió ni sintió las angustias, asombros y esperanzas que llevaron a la generación de sus abuelos y su tío a una comodidad monárquica que llamamos juancarlismo.

Sí, claro. Yo era un adolescente que vio salir al Rey con ojeras y jugándose todo la noche en que los tanques no dejaban salir a mis padres del edificio de la radio y televisión públicas. Mi madre y sus cómplices ponían canciones con intención en la radio la noche de los últimos fusilamientos de Francisco Franco. Es normal, por tanto, sentir al Rey como alguien de tu bando.

Así que hay, al menos, un par de generaciones que creímos en el rey simpático. El rey del mundo en el que dejábamos atrás el oscurantismo emocional para ser un vulgar país normal. Asumiendo este escribidor que poca gente considera a éste un país normal ni en sus bondades ni en sus tristezas: una tara cultural de imposible solución seguramente.

Mi sobrino, si cree que éste sigue siendo un país oscuro, lo dirá como relato aprendido, no como sensación apremiante. Los de cincuenta crecimos con la idea de que la monarquía era un objeto no molesto, un héroe que nos sirvió para enterrar el pasado, presente por conveniencia, luminoso y hasta cachondo: el Borbón picha brava. Ese micromachismo cultural, que dirán ahora.

Mi memoria se remueve y recuerda una mañana soleada en la Universidad Autónoma de Madrid. De las escaleras subterráneas que dan al aparcamiento que no podíamos usar los alumnos, emergió el Príncipe de Asturias. Formal, normal, alto, altísimo, vestido de jeans y camisa que entonces se llevaban por dentro del pantalón, con una carpeta de gomas en la mano como todos nosotros.

Caminaba mirando al frente, sólo, sin que se viera ningún agente de seguridad. Se dirigía al aula que se había creado especial para él, que se pintó para su alteza real, que se llenó de alumnos ejemplares, a la que asistían profesores seleccionados de la élite de una Universidad bastante meritoria. Un aula en que el se impartía un programa específico integrando asignaturas de varias titulaciones para que el futuro Rey tuviera una formación adecuada.

Lo cierto es que haciendo que el heredero tuviera una educación como todo el mundo, en una Universidad pública junto con el pueblo al que debía reinar, recibió la formación más anormal del mundo. Nosotros vagábamos en aulas masificadas, desde luego faltas de pintura hace tiempo, con el profesarado que te tocara: a veces individuos de interesante currículo profesional pero que llevaban años desactualizados de la ciencia aunque mantenían su plaza de profesor, porque eso era interesante y daba caché.

Como paréntesis: en esas aulas se fumaba hasta la extenuación, a pesar de los carteles que lo prohibían expresamente. No, la juventud de ahora pensaría que eso era de bárbaros.

Ese día mi interior se rebeló contra el privilegio armado desde la complicidad institucional, el hecho de que la Universidad que me maltrataba fuera capaz de demostrar que se podía hacer distinto si la voluntad estaba.

Fue una revuelta puramente sentimental. Una caída del guindo juvenil o puede que sólo una corroboración dolorosa de algo que, como todos entonces, dimos por pasar por alto. La Monarquía no se sostiene intelectualmente ni en diez mil horas de poemas de leyenda. Pero, al despertar, aún seguía ahí, con su belleza ritual, sin molestar demasiado y con un aire de ejemplaridad. El último de los problemas.

Es una ingenuidad pensar que en ausencia de Monarquía no habrá determinadas ventajas no previstas para las personas conectadas o con rentas generosas para encarar la vida. Lo que duele es que sea institucionalmente así, que pueda decir que no pude optar a lo mismo por diseño.

Las generaciones que convivíamos con el rey simpático no sentimos entusiasmo por solucionar un problema intelectual, que no práctico, de calado. Es como si hubiéramos envejecido juntos y, a pesar de los males, te acompaña allí como el cuadro del salón que dejó tu bisabuela. Le digo a mi sobrino: esto es algo para vuestra generación, vosotros tendréis que encontrar la fórmula.

Y no es por cansancio o resistencia a votar si hubiera que votarlo. Sino porque las categorías de lo monárquico y lo republicano a examinar no pueden ser las de la tragedia del pasado. Es decir, no se trata de retirar al Rey (la Reina) porque sea el producto de un resultado histórico no deseado y que tiene que ser reparado. Es, simplemente, porque no es necesario.

Cuando veo las imágenes públicas de la futura Reina veo una niña dulce, sonriente, con la apariencia de estar bien educada como cuando antes se decía bien educada, con una sorprendente naturalidad para asumir su papel. Pero pienso en la desgracia de su vida: nació sin libertad para perseguir su destino: nadie incluye entre las razones para rechazar la monarquía la anulación de la voluntad de un individuo, pero desde mi mirada vital, ese secuestro es intelectualmente peor que su condición de soberano por la gracia genética.

Así que, le digo al sobrino, encontrad la forma de agradecer los servicios prestados. Daros tiempo entre la decisión de cambiar y la invención de lo que tiene que sustituirlo. Entre el día de la decisión y el día de la despedida. Que sea una fiesta de la generosidad. Que, por injusto que parezca, la heredera a la fuerza tenga una pensión generosa para reconvertir su vida sin tener que arrastrarse a una normalidad que siempre le será imposible. No es una venganza, ni una restitución. Es un acto de madurez.

(Soy viejo, ingenuo y sentimental)

Los Comentarios han sido desactivados.