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112

sábado, 25 diciembre 2010

Llamo pidiendo un médico. Mi voz, creo, denotaba crisis. Lo llamaron crisis de ansiedad a mis brazos rígidos y flácidos de forma consecutiva, al hormigueo acuciante, a la necesidad de respirar hondo, al frío intenso y al calor y el sudor intermitentes. Inquirieron por todo, dolores de pecho, edad, medicamentos y antecedentes. Deciden que debo acercarme a un ambulatorio. Les digo que no sé donde hay un ambulatorio – la voz sigue denotando crisis -, también les digo que tampoco sé dónde tengo mi tarjeta sanitaria (en realidad, sí lo sé, en un archivo enorme: es la misma tarjetita blanca que me dieron con mi primer trabajo que ya no usa nadie al parecer). Me pasan con otro operador que tiene las líneas ocupadas una y otra vez y la crisis sigue. Desde otro teléfono (se busca un servivio de  urgencias privado) un señor amable insiste en que es un ataque de ansiedad, que se pasa sencillamente respirando hondo en una bolsa. La señal se corta en medio de las explicaciones. Lo intento. Parezco calmarme. Pero todo regresa. Hay un dolor de estómago permanente que no forma parte del cuadro. La médico de la familia es la mejor solución y viene corriendo. Es el momento en que salgo corriendo a vomitar. Alivio: la mirada en el espejo me devuelve un rostro arrugado y enrojecido. De repente, todo el cuerpo es un sarpullido. Mi hermana dice: Anisakis.

Capítulo dos: hospital. Tendido. Sueros y otros archiperres enganchados a mis venas. Analíticas y electros. Dos nuevos vómitos. Frío y calor de ida y de vuelta. El efecto de las relaciones consigue que se me practique una endoscopia cuando ya todo el cuadro médico está enfriando el cava en sus casas. Eran sólo seis horas de margen para poder hacerlo. No a vida o muerte está claro, pero para evitar que pasaran al intestino. O eso creo. Gracias, 112.