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Beneficios para las familias

martes, 3 febrero 2009
Veo al primer ministro muy preocupado. Me preocuparía yo si no fuera así. Un motivo más del que informa la prensa son los beneficios de los bancos, esas entidades que dan dinero a quien no lo necesita (conocido aserto que debe ser mentira porque si no, ¿para qué lo piden? ¿o por qué hay gente que no lo devuelve?). La ciencia económica debe tener respuestas para todo esto, aún en su natural defecto: explicar mejor el pasado que el futuro.
Mi primera conjetura es preguntarme si es malo que los bancos tengan beneficios. Peor aún, que tengan beneficios enormes. Se supone que, en realidad, es buenísimo: si están todos los bancos del mundo corrompidos o quebrados, que un banco dé buenos beneficios sería una excelente noticia, querría decir que sano está y que la vida sigue igual. O que hay motivos de esperanza. La segunda conjetura que me hago es que, evidentemente, no puede dejarse a los banqueros sin freno o cortapisa: como más vale pájaro en mano que ciento volando, dar resultados de corto plazo ignorando el futuro puede ser especialmente contraproducente. Cualquier conocimiento rudimentario de contabilidad lleva a concluir que un manejo creativo de dos palabras tan feas como amortizaciones y provisiones dan lugar a resultados muy distintos. Como todo el mundo sabe que el problema más verdadero de un banco es que todo el mundo venga a pedirle a la vez, dar dinero y tener contento al accionista, usualmente también gestor, es una tentación a la que es fácil sucumbir y hasta se diría que comprensible.
Es evidente que ocuparse de las personas que no pueden valerse por sí mismas es un rasgo propio de un grado de civilización que, personalmente, uno desea. Otra pregunta es cómo se hace eso. Pero lo cierto es que ocuparse de las familias y los caídos del sistema es una necesidad. Dicho esto, uno echa de menos que la retórica de un primer ministro, más allá de que forma parte de la natural inclinación de un político encontrar el alma de una población que vive angustiada y que francamente desea mala suerte a los bancos en su vida cotidiana,  esté más preocupada por encontrar la forma en que los beneficios crecen. Para poder asistir a los débiles o, mejor, que se asistan por sí mismos.
Parece confirmarse que la vieja maldición de la economía, la elección de alternativas de empleo de recursos escasos en condiciones de incertidumbre, adquiere, de nuevo, toda su crudeza. Todos estamos aturdidos.