En el país de los indies

Llevo muchos días dándole vueltas en la cabeza al amargo y triste relato de Versvs sobre la dificultad del pequeño sobre el grande o sobre las desilusiones del internet que ya no está. Casi tenía esa forma de dolor de estómago que te dejan las películas de Lars Von Trier.

Y no sabía qué decir. Supongo que esta mañana sí.

Ayer alguien me escribió en Instagram «¿por qué un link en instagram?, ¿por qué?». No hace falta aclarar, pero lo aclaro, que es porque puse un enlace que además conducía a algo tan funesto como Facebook, como seguramente no hace falta aclarar que en Instagram los enlaces no funcionan. Es decir, no son enlaces.

Nadie puede impedir, por supuesto y llevado al extremo, que el torturado usuario que recibe ese enlace puede hacer el ejercicio de copiarlo y pegarlo en cualquier navegador. Pero debe tomarse una considerable molestia. A efectos prácticos, no hay enlace que valga. Es uno de los tristes ejemplos de lo que es el internet de hoy: tonto, simple, centrado en la espuma de la vida – esto creo que lo dijeron los fundadores del ¡Hola! para resaltar los valores de su publicación – reduciendo las interacciones a ventanas pequeñas en las que escribir es un esfuerzo ímprobo y se regalan los datos íntimos de tu vida para poner un anuncio al lado de un algoritmo que te diga si tienes que coger una chaqueta hoy, pues coges un avión destino a Tumbuctú donde se espera que bajen las temperaturas.

He escrito triste. Es decir, estoy tomando partido y diciendo que no me gusta. Con lo que contribuyo al relato, ya gigantesco, de la desilusión sobre el internet que conocimos. Los bloggers dejaron de escribir: ¿cansados de escribir o cansados de no generar interacción y ver que sus comunidades de relación se esfumaban hacia sitios donde no había que pensar mucho para consumir contenido sin tener que crearlo o tener reputación sin tener que ganársela escribiendo más de veinte caracteres?.

Creo que se prueba que las arquitecturas de información y los sesgos de construcción del software condicionan lo que la mente hace con ellos. O el flujo de esa mente. Puesto que internet lo inventaron realmente los académicos encantados con encontrar algo que mejoraba sus discusiones científicas y su acceso a la documentación de forma que podía compartirse mejor, jerarquizarse mejor, analizarse mejor y producirse mejor, la arquitectura que desarrollaron era una arquitectura pensada para generar y administrar conocimiento entre personas acostumbradas al esfuerzo mental. A tomarse la molestia de pensar, poner lo que se piensa y cuidar lo que se piensa.

Es decir, que si el enlace lo hubiera inventado Disney en vez de los académicos tendríamos timbres y no enlaces: llamaríamos a un sitio para que nos den algo, pero no vincularíamos algo. Esencialmente porque en el mundo de Disney lo importante es que se consumiera su historia dentro de su propio espacio y sin posibilidad de que yo participara en él, así que se hubiera diseñado para hacer eso y no lo que un académico haría.

La sorpresa es que eso conquistó el mundo. Una sorpresa, sí. Que el ethos de un conjunto de profesores y desarrolladores de software que vivían encerrados en un mundo (ay, ese ciberespacio, ese universo que se atrevió a retar al mundo real diciendo que tenía su propio gobierno) se convirtiera en la regla no me parece lo lógico: que tecnologías que no generan cuenta de resultados (o pequeñas cuentas de resultados) como el RSS hayan sobrevivido (mal, es cierto, pero ahí está) es literalmente asombroso. Hoy seguramente nadie querría desarrollar un servicio que permite la configuración de fuentes de información de una forma mucho más eficiente que esa obsesión por Flipboard o por compartir enlaces en Facebook pero que no deja monetizar contenido: efectivamente, Disney nunca hubiera inventado el RSS.

Cuando hubo que ganar dinero, el discurso social cambió. A los académicos, desarrolladores y lectores de ciencia ficción se les acercó el resto del mundo para ver cómo se hacía esto y durante un lapso de tiempo reprodujeron su ética porque es lo que les decían que había que hacer: sí, recordemos cuando nos quisimos creer que la publiciad no podría ser intrusiva nunca más y no lo iba a ser, o que escribir con mayúsculas era una ordinariez (usar emoticonos se consideraba un indicador de alfabetización digital, ahora se usan emojis a granel) y que ordenar lo que lees y consumirlo cuando querías era un progreso memorable hasta que llegó el timeline. Sí, la emulación de la televisión es algo que podría haber hecho Disney, que se malogró en esa estupidez fracasada que era Friendfeed y que consagró San Mark Zuckerberg, ese benefactor social.

Momento de descubrir que: escribir largo, razonado, vigilar tus fuentes, citar (enlazar), generar tu dieta de información, debatir, escribir colaborativamente, era simplemente una cuestión de personas que dedicaban su tiempo a investigar y pensar. Pasar fotos con el dedo, eso es para todos. Y una vez que sólo tienes que mover el dedo ¿para qué esforzarme en más, si mi mente está ocupada? Pero ¿cuándo quise hacer algo más que pasar el dedo viendo fotos? ¿Cuándo quise algo más que pasar canales con el mando a distancia? ¿Cuándo coño quise reflexionar y discutirlo con otros? En realidad, casi nadie quiso eso nunca. Ni le importaba ni le importa.

Llegado aquí me he incorporado plenamente al discurso desilusioando porque el mundo no iba a ser ese nuevo amanecer de conocimiento y gente inteligente respetándose y gestionando el ruido a su alrededor (el troll, maldito troll). De hecho, ese relato está en mis páginas con una periodicidad superior a la que imaginaba. Y me encuentro con que ya tendría que escribir ésta misma ¿disculpa? que escribe Versvs:

Quien me conoce sabe que desde hace ya mucho tiempo no reservo espacio para el idealismo sin bases; ya no ha lugar para la naïveté.

Supongo que es aquí donde corresponde hacer el punto de giro. Y empezar a redactarse el discurso para el optimismo. Para la construcción. Que podría pasar por, primero: aceptar volver al agujero. Volver al agujero donde siempre estuvo la gente rara haciendo cosas raras. Era así, había conversaciones interesantes porque no estaba todo el mundo, era complicado. Supongo que se entiende la licencia de gente rara y, si no se entiende, no tengo ganas de explicarlo: los raros lo entenderán.

El mundo de las cosas de la gente rara no es pequeño. Hay mucho espacio. Lo complicado es abandonar la espuma de la vida, o darse cuenta de que ya no vas a ser una tuitstar ni nada parecido: si antes las tuitstar eran del gremio de lo raro y ha dado hasta para vivir, ahora sólo es un subproducto de la televisión. Carne para que los periódicos siguen escribiendo que arden las redes sociales y pretendan hacer creer en sus primeras páginas que en sus relatos sobre Twitter (uso Twitter como síntesis de la espuma) son la transformación digital del mundo.

Una vez que estamos en el agujero sólo hay que volver a las mismas reglas de estructuración de conocimiento que ya fueron válidas. Asumir una espléndida minoría que, como pura regla de promoción profesional, replica algunos de sus textos en los sitios de espuma y alto efecto red (que se descreman en sitios como Medium o Linkedin) y que continúan administrando sus servidores para volver a ese país que salió de la nada y que pensó que estaría por encima de todo. A ver si lo digo mejor: a vivir sin tener que hablar de internet como algo genérico para olvidarnos de la palabra que ya no se puede tratar como un ente único ni casi como un concepto. Está el internet de los que hacen unas cosas y el de los que hacen otras. Está la tecnología que te conecta y la razón para la que te conectas.

Un día – ¿eran los noventa? ¿ya eran los primeros dos mil? – renuncié a que nadie me encontrara por el Messenger de Microsoft y sólo me relacioné con quienes tenían Jabber y no me pasó nada. Ahora diremos que Gtalk vino a jorobarlo todo, pero lo cierto es que era sumergirse y elegir un espacio. Y allí estaba la gente rara. Cuando me enfrascaba en batallas de piratería y propiedad intelectual un día Juan Freire me dijo, más o menos refiriéndose a la industria audiovisual y su brazo armado legislativo, nosotros a lo nuestro.

Lo nuestro era dedicar el tiempo a crear sin las reglas del otro entorno y dejar que el otro entorno se consumiera en su propia salsa, o que jugara en su mundo: no han dejado de abusar y, como sabemos, los que eran los buenos bien podrían ser (o son) ahora los malos. Y ya se verá. Puesto que Microsoft ahora ama a Linux (seguro que con un acuerdo prenupcial) en cierta forma los raros terminan ganando espacios aunque no les llegue la fortuna de la espuma social. O dicho de otra forma: aceptar que el auge de la forma de pensar de los científicos que hicieron internet sólo podía ser una excepción en el tiempo dentro de un contínuo donde por debajo no sólo hay vida, sino mucho pendiente de hacer. Y de disfrutar.

1 Respuesta a „En el país de los indies“

  1. Cajón semanal de enlaces nº68 | Marc Martí Dice:

    […] En el país de los indies […]