El día uno de la cuenta atrás
19/04/2020. Hasta el nueve de mayo, no te quites la mascarilla, parce. Si la pudiste comprar. De mi frasquito de gel hidroalcohólico no he llegado a consumir ni la mitad. Deduzco que ya ni siquiera imaginaremos falta de suministro.
Two thieves were shot, but it is doubtful whether this made much impression on the rest, since, in the midst of so much death, these two executions passed unnoticed – they were a drop in the ocean.
Camus, La Peste.
Urgencia. De repente, las tres semanas que quedan por delante se hacen cortas. Imaginas que cuando den la orden de regresar al mundo que llamaremos normal (¿por qué lo veo ya como un mandato y no como una devolución?) será como si alguien fuera a disparar al cielo la señal de partida de una carrera nueva. Una carrera que sería tan nueva, que todo lo que tuvieras de antes contaría poco. Una carrera tan rápida, que obligue a reubicarse, a recuperar el tiempo perdido, a impedir que el año que se ha perdido ya se convierta en pérdida absoluta. Una carrera para evitar que seas de los que pierdas, que puedas salvar los muebles. A los papeles que construyes, se les acabó el periodo de carencia. Sin olvidar que el papel lo aguanta todo y lo malo es que todo el mundo lo sabe.
Volver a empezar es renuncia. Puede que sacrificio, puede que erradicación, puede que extirpación. Renuncias para ganar. Ganar puede ser, simplemente, sobrevivir. «Los hombres a menudo se van porque tienen una crisis de fe, son crisis más existenciales». ¿Por qué abandonar la comunidad en la que creciste y te hiciste un adulto? La pregunta está mal formulada. ¿Por qué una vez que decidiste abandonar o marchar dejas de poder hacerlo? Para las mujeres criadas en el mundo jasidí, no es la crisis existencial sino algo verdaderamente terrenal: «mi hijo y tener derecho a ser su madre y criarlo». Esto es correr riesgos. Antonio de la Torre es otro de los sumados a esa corriente de pensamiento que se hace fuerte durante la peste y que sospecha del individualismo. O, mejor dicho, de la idea de que el espacio en el que las personas buscan lo mejor para sí mismos se debe evitar o maniatar. Se supone que por el bien de todos. Aunque la pregunta es si todos puede ser siempre un sujeto válido que justifica la renuncia al disfrute del producto de los caminos individuales. El derecho (o la necesidad) de elegir tus riesgos y sufrir tus penas en solitario. De la Torre dice: «Creo que, como especie, sólo tenemos futuro desde lo colectivo y lo público, en lo individual no hay camino». Como nuestro superespecialista en la evolución, prima la idea del todos somos uno. Pero para Deborah Feldman, huyendo de la ortodoxia judía, la protección del grupo y la dedicación al grupo es la renuncia a poder ser: «eres dependiente económicamente de la comunidad y fuera no tienes nada. La comunidad te ha hecho incapaz de ser independiente».
El reto intelectual acaece cuando resolver tu camino no es una elección. La pandemia es una circunstancia. Perder el empleo, una tormenta en un mar que te traga. Sandra Dumit siempre me recuerda: «La vida es bella, no fácil». Quizá debiera ser la frase de apertura de cualquier libro que tenga en su título la palabra «resiliencia». Los jasidíes comercian para generar los recursos que mantienen a las mujeres en las casas haciendo de mujeres y para darle a los más brillantes miembros de la comunidad el sustento para estudiar la Torah. A tiempo completo. Si cambiamos la Torah por cualquier forma de ciencia, la comunidad estaría trabajando por salvarnos. Sólo que los recursos están mal asignados: nadie ha demostrado que rezar cure el cáncer. Parece sensato pensar que la comunidad se beneficiará de que hay decisiones individuales y alternativas a la preferencia comunitaria que generarán, unas veces sí, otras no, dosis suficientes de bien común. La alternativa, parece ser, es un mundo demasiado perfecto y ordenado como para ser bastante para vivir.
La seguridad física y poder confiar en ella seguramente es la prueba última de la relación entre el todos y el uno. Asesinaron el otro día, en plena peste, a Rigoberto «Rigo» García, en Urrao, Antioquia. Rigoberto es un desconocido para cualquiera, pero no era un miembro de las FARC cualquiera. Se le tiene como uno de los dirigentes que participó en lo que se conoce como la masacre de Bojayá. Los españoles no pueden siquiera imaginar el grado de crueldad del pasado (y, como la noticia indica, del presente) de la guerra en Colombia. Es un conflicto aparentemente inentendible por la cantidad de grupos armados en conflicto y el espectro subyacente del tráfico de cocaína como financiador y como excusa para enmascararse en la política. Las FARC alcanzaron un pacto con el estado para dejar las armas y reintegrarse a la vida civil. Controvertido, complejo. Como siempre que hay que resolver la guerra, hay que taparse la nariz al poner el fin de la violencia por delante de la justicia que toda víctima merece. Uno de los temas esenciales del acuerdo, era la insistencia de los guerrilleros en ser protegidos y no exterminados por grupos armados hasta los dientes que tienen como nombre educado paramilitares, pero que no son otra cosa que asesinos a sueldo. Había precedentes históricos y durante el confinamiento del coronavirus, las amenazas persisten . Se podrá compartir o no el acuerdo alcanzado, pero el hecho es que se alcanzó. Finalmente, el estado (el todos, o la parte del todos que administra el estado) es incapaz de proteger a los firmantes y son asesinados con cierta naturalidad. Paradójicamente, los que se esconden tras los paramilitares empezaron denominándose autodefensas como forma de protegerse ante la desaparición del estado y su monopolio de la violencia. No sólo le mataron. Como dice el clásico, le quitaron lo que pudo haber sido: «A sus 45 años, Rigoberto García tenía proyectos de agricultura en la zona donde fue asesinado». Al regresar, el coronavirus puede habernos quitado lo que pudimos haber sido. O puede que nos entregue un nuevo ser que ya estaba dentro de nosotros mismos.
Salidas: basura.