Se marcharán las risas y las mentiras piadosas

Fue algo que se venía anticipando. Al final, la calle tenía un líder anónimo que iniciaba y dirigía el aplauso. Está en alguna ventana, yo no sé cuál. Pero cada tarde le llevaba más tiempo que el efecto emulación implícito en todo aplauso tomara cuerpo, sumara adeptos, elevara su volumen, alcanzara su apoteosis y se prolongara lo suficiente para conservar la solemnidad del momento. Ayer casi se queda solo. El aplauso no alcanzó el summum y pronto dejó a su promotor abandonado. Siempre fueron dos minutos. Apenas alcanzamos uno. Mientras, las terrazas al sol tienen colas esperando un momento para la mesa, la cerveza y la conversación al aire libre.

«This is the end», cantaban los Doors. Los días en que sonaban canciones y se bailaba de balcón a balcón en un estado de ciudad sitiada resistente, terminaron. Simplemente, no ocurrieron más. La euforia de la resistencia anticipaba un día en el que tuviéramos una grande finale, una especie de explosión en forma de fanfarria con un redoble final de tambores. El día en que la música pop descubrió que podía terminar las canciones  bajando el volumen de modo progresivo hasta que ritmo y melodía se desvanecían, el hallazgo interesó a tantos que yo llegué oír a algún fino comentarista musical «que ya nadie sabe terminar canciones». La pandemia se va como una canción interpretada por alguien que no sabe cómo terminarla.  Sabemos que se disipa porque su esencia, la muerte y la enfermedad, la privación de movimiento, es poco a poco menor. Ni siquiera lo hace como un suspiro de alivio.

Ya hay que mirar a ambos lados antes de cruzar la calle. La distopía visual del vacío se esfumó. La calle hace de calle. Conversaciones, tiendas de ropa semivacías pero iluminadas como un atardecer en Las Vegas. Mesas con cervezas y platos de patatas fritas. En los últimos versos de The End, Jim Morrison canta: «es el fin de la risa y las mentiras piadosas». La línea de cierre de Las Bicicletas Son Para El Verano decía: no ha terminado la guerra (civil, millennials), «ha empezado la Victoria». Llegan los cierres de fábricas, la discusión política adquiere bajeza moral y el timbre de los adjetivos tiende a rimar con odio, desprecio y temor. Es un despertar en el que la realidad recordará que existe, que nunca hubo cielos de algodón de azúcar y que no hay constancia de que el milagro de los panes y los peces pasara más allá de una alegoría en un libro de relatos morales para una era de analfabetos.

Los comentaristas de la obra de Albert Camus, señalan que La Peste simboliza el estado de ansiedad y las contradicciones morales de la Francia de Vichy. Cuando el arte se hace clásico, las obras trascienden su momento y la lectura de sus contemporáneos para proporcionar una mirada al interior perenne de los seres humanos. La Peste muestra hombres en conflicto consigo mismos, con los demás, con el futuro. Hombres que se enfrentan a elecciones éticas sin respuesta clara o que, al menos, conviven en zonas grises donde el instinto de supervivencia y el contexto condiciona lo que parecería el bien y el mal. Momentos en los que optar por el bien puede ser producto de la casualidad y hacerlo por el mal un acto desintencionado.

Nuestra peste partió de la naturaleza sin previo aviso. Sí, la prognosis de personas informadas anticipaban que en algún momento habría de suceder algo así. Pero la falta de previsión no deja de ser algo intrínsecamente propio de los sesgos humanos (individuales y colectivos) y que, por otro lado, termina con cualquier teoría conspirativa de un gobierno en guerra sorda contra otro gobierno: habrían estado preparados. El microorganismo culpable apareció desde la nada con la misma fuerza de las maldiciones bíblicas y los castigos divinos: los elementos racionales quedan descartados, especialmente los que implican manejarse con la falta de certeza que nos arrojan la probabilidades:  es la excusa para revisar toda la existencia desde la perspectiva de la represalia por nuestras conductas. Una lectura donde Sodoma y Gomorra deben ser erradicadas y donde, para tantos, Sodoma y Gomorra somos nosotros, desviados apóstatas de la armonía natural y practicantes de la lujuria de asumir la persecución de la propia felicidad.

Leo un trino de una persona generalmente inteligente que dice: «Curioso las ganas que tenemos de volver a la vida de mierda que teníamos». Es de alguien que puede decir que lleva la vida que quiso y que el éxito le sonrió por su mérito. La sospecha de que no habrá redención asume un pecado original castigado por el virus de escasas micras, que no entiende de nada. «Mierda» es lo que hacen los demás y no me gusta.  «Mierda» es caerse del guindo con el problema de la escasez y su reparto, de la insoportable levedad del ser y el fuste torcido de la humanidad todos juntos sin haber descubierto que no existe una solución definitiva. Y que las que lo aparentan, lo empeoran. El virus es neutral, salvo que tengas un dios y creas en su paraíso. En ese caso reclamarán el descenso de arcángeles con espadas flamígeras al son de trompetas celestiales.

Camus escribía durante la ocupación nazi y la liberación de Francia. La no tan heroica liberación de Francia. La peste estaba en las almas. Y terminaba su novela así:

He knew that this happy crowd was unaware of something that one can read in books, which is that the plague bacillus never dies or vanishes entirely, that it can remain dormant for dozens of years in furniture or clothing, that it waits patiently in bedrooms, cellars, trunks, handkerchiefs and old papers, and that perhaps the day will come when, for the instruction or misfortune of mankind, the plague will rouse its rats and send them to die in some well-contented city.

 

Sábado, 30 de mayo de 2020. Un fantasma parece recorrer el mundo.

(Dejé de abusar de la cocacola zero)

 

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