Álvaro
Conocí una interesante pareja cuando llegué a Bogotá por primera vez.
Jóvenes profesionales con formación universitaria y posteriormente varios posgrados, uno (él) procedía de la clase media urbana y el otro (ella) de clase algo más acomodada procedente de lo que en España llamaríamos de provincias. Él era (y es) un sujeto de inteligencia callejera sorprendente e inquietudes más sorprendentes aún: quizá porque es reservado sobre su intimidad hasta límites poco comunes, te dejaba atónito el día que te paseaba por el centro de Bogotá y era capaz de explicarte lo que cada piedra había visto, por qué estaban allí, dónde tomaron café los protagonistas del Bogotazo, quiénes son y por qué están en esas laderas los que, en infraviviendas, pueblan los cerros de esa ciudad. El nombre en castellano es «erudición». Hasta ese momento, esa inexpresividad de opiniones y sentimientos, te llevaba a pensar que el único tema de conversación capaz de concentrar su atención era el Millonarios de Bogotá y la selección de fútbol de Colombia.
Ella era, por el contrario, siempre locuaz sobre sus pensamientos acerca de la sociedad y el presente. Y desbrozaba con una gran estructura intelectual e informada cualquier tema que abordáramos.
La literatura, siempre imitando a la vida, construye arquetipos que representan las pasiones humanas. Romeo y Julieta se amaban contra el prejuicio de pertenecer a familias distintas y enemigas: Montescos y Capuletos. Sin ser nada trágica su oposición, y sin que su entorno considerara anatema las filias y fobias de cada uno, tenían posiciones plenamente opuestas ante la discusión que define, no creo que a su pesar, cómo fue el pasado y cómo debe ser el futuro de la República de Colombia: Álvaro Uribe Vélez.
Amándose a pesar de ello (no es baladí), generaba pasión escuchar los argumentos de uno y otro en defensa del presidente eterno o en contra del, como le llaman ahora, matarife. El urdidor de la persecución asesina más grande de la historia contra la subversión terrorista de las fuerzas revolucionarias herederas de Castro y Chávez. Esa dicotomía conduce al profano curioso primero al desconcierto y, con un poco más de tiempo, al deseo irrefrenable de llegar a una conclusión sobre el rol de un político de los que pocas veces suceden.
La conversión de la vida y obra de Pablo Escobar Gaviria en un relato medio mítico, que por efecto de la televisión internacional oscila entre el asombro ante, por un lado, la astucia e inteligencia criminal de un humilde paisano convertido en señor de la cocaína a, por el otro, su reencarnación en Robin Hood, conduce a convertir al traficante crecido en Envigado, Antioquia, en el punto de referencia para iniciar o conducir cualquier discusión sobre el devenir de una realidad tan violenta.
Lo más difícil de transmitir a un no colombiano, es que la historia de terror, dolor y sangre de El Patrón no es algo que localmente sea observado con fascinación, o como una semblanza como la que pueden transmitir las grandes obras del cine sobre mafia norteamericana. Genera vergüenza, rechazo, la memoria de lo atroz, la necesidad de superar y, en cierta forma, olvidar. Crea el deseo de construir un relato sobre el país que no sea reduccionista de una realidad, que es la que es, pero que no es toda la realidad.
Así, fue él, nuestro joven profesional de pocas palabras, quien partiendo sobre la figura que ensombrece la percepción mundial de un país tan impensablemente intrincado, sintetizó su punto de vista sobre la valoración de Uribe Vélez con una comparación que el lector ajeno al país del Sagrado Corazón debe tomar literalmente por todo aquéllo que tristemente (y enfatizo el tristemente) representa el cartel de Medellín. Es decir, debe pensar como un colombiano cuando piensa en el impacto de los carteles de la droga y no como un espectador de ficción. Si el relato de lo colombiano puede resumirse producto de las series de entretenimiento titulando «Pablo», en el futuro la serie que explique Colombia, con sus tramas desmesuradas, me decía nuestro hombre, se titulará «Álvaro».
Álvaro y yo
Hace pocas horas que Álvaro Uribe Vélez ha sido confinado por los jueces, en un procedimiento en fase de instrucción, a lo que en Colombia, con ese castellano tan preciso, se llama casa por cárcel. Cien veces más bello y explicativo que arresto domiciliario. Se le acusa de sobornar testigos.
Iba a titular estas notas como «Álvaro y yo». Porque desde que sin saber por qué decidí involucrarme emocionalmente en el devenir de un país que inicialmente era un destino laboral, ni siquiera turístico, terminé convirtiendo mis lecturas y conversaciones en un viaje personal a la búsqueda de una conclusión alrededor de Álvaro. Lo que representa y lo que supone para el futuro de un país en el que, perdón por el tópico, la vida es esencialmente eso: la vida. Sin filtros ni restricciones. Que es bella, pero no fácil. Que es cruel y que es bondadosa. Que es locura tantas veces o más que lógica y razón. Y que es apasionada, para el placer, el bien, el mal y la duda.
Álvaro, preso en una tierra de Montescos y Capuletos, sólo puede desatar una guerra de sentimientos y palabras como cuchillos. Los defensores de Uribe hace tiempo que constatan que la memoria de los años su presidencia se ha desvirtuado. El padre de ella, una familia de los territorios donde la guerra se hizo sentir más dura, le estaría escribiendo hoy un mensaje como éste y que ahora mismo pueblan las cadenas de reenvíos de Whatsapp con el título «A Mis Hijas«:
..no hacíamos turismo porque las carreteras del país eran territorio hostil. Recuerdo una vez con ellas de 3 ó 4 años me encontré un retén guerrillero en el alto de Matasanos a las 3 de la tarde, eso sí era miedo, no por uno, por ellos. A este país no le llegaba un peso de inversión extranjera porque ¿cual inversionista iba a invertir en un país fallido?, no había hoteles nuevos, no existían restaurantes de primer nivel, los centros comerciales eran pocos, vivíamos en estado depresivo leyendo todos los días de ataques de las FARC a municipios, campamentos, carreteras; éramos presos en nuestro país.
El relato alternativo es que, para conseguir todo eso, Uribe primero fue instigador, cerebro, consentidor, ocultador del fenómeno denominado paramilitarismo y, posteriormente, del abuso del ejército sobre la población civil más el ordenante de feos sobornos a la clase política. Léase crímenes de lesa humanidad y corrupción. Más vale en este punto no perder la cabeza y asumir que crímenes de lesa humanidad los han cometido igualmente los guerrilleros (y es difícil saber quién ha sido más cruel). Que el estado desborde la ley o consienta grupos al margen de la ley para terminar o controlar lo que es terrorismo, hace difícil conceder toda la razón a la teoría de una guerra donde las hordas revolucionarias se elevan contra un estado inmaculado y legítimo. Estado que, a su vez, está contaminado por políticos que ganan las elecciones con el dinero de los narcotraficantes que, en un círculo vicioso interminable, son quienes pagan los ejércitos privados de revolucionarios y terratenientes y que, a su vez, terminan siendo intermediarios del proceso de producción y transformación de la hoja de coca.
Y Álvaro en medio de todo ello. De los paramilitares y del estado. De los narcotraficantes y los paramilitares. Como el Gran Leslie que encarna Tony Curtis en la película que en España se llamó La Carrera del Siglo, ha caminado todos estos años en medio de todo tipo de percances sin que ningún tipo de mancha le salpicara aunque, a su alrededor, todo fuera grasa y suciedad. La privación de libertad a Álvaro es vista por muchos de modo equivalente a la famosa escena de las tartas del mismo filme donde, al fin, y tras esquivar voluntaria o involuntariamente el vuelo de decenas de pasteles de nata, una le da sin compasión en la cara.
Tolstoi inició «Ana Karenina» con una descripción que se saben de memoria todos los aficionados a la literatura en serio: «Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». Darío Jaramillo Agudelo escribió el relato de la vida de tres familias paisas en Cartas Cruzadas de forma tal en la que es casi imposible discernir el bien y el mal. En realidad, sí. Pero el bien y el mal se tornan grises ante la transformación social que opera el dinero fácil del narcotráfico (en origen no demasiado ilegal) en la burguesía antioqueña. Hay personas que terminan queriendo dinero para no perder el tren social y encuentran justificación para abandonar la vida académica y hacer contrabando. Hermanas que silenciosas acceden a que sus maridos trafiquen. Tan silenciosas que lo que parecía consentimiento ocultaba la verdadera dirección del crimen. Otras hermanas que descubren, y no son capaces de abandonar, al ser amado tornado en bandido y que acceden a disfrutar de la riqueza ocultando su opinión y su tristeza ante una escapatoria imposible. Otros más son actores inconscientes del lavado de dinero.
En las fincas de mis amistades paisas, Álvaro Uribe ha sido recibido como uno más. En las mismas familias han tenido que silenciar el rescate de algún un pariente con deudas de narcotráfico, lo que conllevó la pérdida de importantes propiedades. Los hermanos y primos de Álvaro aparecen acusados judicialmente de pertenecer al paramilitarismo. Otros parientes suyos han sido perseguidos por narcotráfico. La vicepresidenta de la República tuvo que admitir, no hace mucho, que hubo de pagar la fianza de un hermano detenido en Estados Unidos por, era de esperar, traficar con sustancias ilegales. Poco después, se afirma que un narcotraficante oculto formó parte de uno de los negocios de su marido en una sociedad de la que ella no podía alegar desconocimiento. Igualmente, aparecen noticias y vídeos del Presidente Ivan Duque cantando vallenato en una fiesta con presencia de un narcotraficante al que los testimonios gráficos y periodísticos lo declaran como amigo y que fue posteriormente asesinado. Quién, además, se ha dedicado a la compra de votos, otro deporte típico de la política colombiana.
Todas las familias se parecen. Garbanzos negros no impiden garbanzos blancos. Es más, es lo usual. La espiral de silencio implica no asumir ni rechazar al pariente en el otro lado, aunque todos sospechemos qué hace. Y a pesar de que, como en todas las familias, haya luchas fratricidas. Al igual que Orson Welles en las secuencias finales de La Dama de Shangai, el intento de darle bala a una persona sólo es destruir la vacía imagen que proyecta en un espejo. Dispararle después a otro espejo y comprobar que era otra ilusión. Toda Colombia parece ser un juego de espejos constante. No hay forma de saber quién es y quién no es, o quién sólo sabe pero no conoce y termina resultando injusto exigir al que sepa que cuente, que la verdad no paga, pero se cobra en plomo. Nadie ha encontrado la pistola humeante que demuestre sin dejar dudas de qué tipo y dónde están las manchas de Álvaro. Quien tampoco puede ser un personaje plano inclinado únicamente al mal. El mal, en todo caso, encuentra argumentaciones intelectuales elevadas para justificar lo injustificable, tan grandes son los delitos.
Pasado, presente y futuro
¿Entonces, qué? ¿Cuál es la conclusión? ¿Qué pensar de una madeja que no se deshace, que muestra las sombras en espejos que impiden que puedan palparse los hechos como son? Quizá lo que sucede es que pretender pensar sobre el pasado como referencia es un error. El pasado no se puede cambiar y tiene un nombre poco ejemplar que no representa otra cosa que seres humanos extrayendo lo más deplorable de sus capacidades y decisiones: guerra. Es decir, la verdadera forma justa de enfocar un juicio político y moral claro sobre Álvaro es qué hace por el futuro, porque sin renunciar a conocer la verdad, lo cierto es que fueron los suyos tiempos excepcionales. Parecería una obviedad que el futuro deseable sea un futuro sin guerra, ni tan siquiera guerras de baja intensidad o violencia oculta. Y sin caer en la ingenuidad del pacifismo por el pacifismo. Puedo expresarlo de otra manera: trabajar para hacer un país normal, no perfecto ni idílico, pero donde el debate social se centre en lo que necesita: desarrollo.
Regresando a nuestra pareja discordante: para él, la paz de Juan Manuel Santos no era tal, sino una nueva desmovilización de grupos armados que no termina con la histórica continuidad de organizaciones armadas al margen del estado. Casi pareciera un argumento uribista. Si bien algo veía distinto que le llevaba a una desmovilización guerrillera psicológica: quitar los pasquines de Carlos Pizarro de la pared de casa y dejarlo olvidado en su tumba. Ella rompió las argumentaciones de Álvaro y creyó, tras escuchar un día a un célebre militar colombiano a puerta cerrada, que la paz de ese momento, seguramente no la mejor del mundo pero la que sí está al alcance de la mano, había que hacerla. Una forma de concordia en tierra de Montescos y Capuletos.
Nuestra pareja ya no está junta.
Mientras, la paz imperfecta que fue posible camina en medio de controversia y con actores que tampoco están demasiado juntos. Los líderes de políticas alternativas o sospechosas de izquierdismo boliviariano (o sea, para sus intérpretes, casi todas) son asesinados con contumacia. Y lo son por grupos delincuentes herederos del paramilitarismo narco que pretenden evitar todo tipo de oposición a negocios ilegales o, simplemente, opinables: el impacto ecológico de determinadas explotaciones mineras puede ser o no ser una forma de detener el progreso, pero forma parte de debates legítimos. No para algunos. Ex guerrilleros perdonados han regresado a la selva. En medio de grandes palabras para la salvación del pueblo trabajador, lo que buscan es seguir viviendo de las rutas de exportación de cocaína. Para los viejos seguidores de Uribe y para él mismo, no hay probablemente izquierda o centro izquierda tenue: todo es una amenaza de convertirse en la ruina venezolana. Y no se les puede acusar de ser fantasiosos, hay líderes políticos que alimentan esa percepción con argumentos tan infantiles que, sólo en un país que cayó en el reino de la desconfianza representada por espejos sin nada detrás de modo permanente, pueden generar estas dosis de temor.
En fin: Álvaro aparenta no priorizar la concordia con excusas de rango político complejo: paz sí, pero no así. No es difícil tener la sensación de que en realidad lo que él quiere es ganar. Quiere ganar a los asesinos de su padre a toda costa, anularlos, que pierdan toda esperanza de poder político. El pequeño inconveniente es que nada le devolverá a su padre ni la gente que hizo todo aquello está ya. Lo importante, y que aquí les planteo, es el juicio sobre el futuro. Álvaro tiene autoridad moral sobre toda la sociedad que le apoya para contribuir a la normalidad de los países normales, donde un partido de izquierdas puede gobernar sin que asesinen a sus dirigentes. Y sin que se expropie la propiedad privada. Tiene la autoridad moral para ponerse delante de quienes son asesinados por su activismo y convencer a sus partidarios de que detener todo eso es el mayor beneficio que puede tener el país.
No es fácil. El cuerno de la abundancia del dinero narco contamina todo y arma hasta los dientes a todo tipo de personajes. Pero la pregunta es si hay otro camino. Eso tan naif y desgastado por su uso pero que seguramente es cierto de que no hay camino a la paz, sino que la paz es el camino. Puesto a ello podría ser su mejor trabajo, más que cuando devolvió la viabilidad del país inviable del que escriben los padres a sus hijas: ese trabajo ya se hizo y hace falta otro. Su otro mérito sería retirarse de la competición electoral directa: designar candidatos presidenciales que son votados porque él lo pide (ésta es la dimensión de su influencia social) hace presidentes débiles. Quienes les tienen que apoyar parlamentariamente siguen más la agenda del designador externo de la de quien tiene que proponer y ejecutar políticas. Con el añadido de que, al haber ganado su puesto por el favor del líder venerado, no han tenido tiempo de construir su propio apoyo social, el que legitima en una democracia.
Jon Lee Anderson, otro extranjero que quedó galvanizado por Colombia, está también desencantado de un post-conflicto que sigue siendo un conflicto: «hoy es un país al margen de los grandes acontecimientos, un país que ha vuelto a reflejar sus pequeñeces más que sus grandezas». El fracaso de Uribe es no haber sido valiente para arriesgarse a aceptar un proceso de paz en el que, si el temor de tantos era una castrochavización de la política, él con su fuerza moral y electoral hubiera impedido cualquier intento de anular la democracia. A cambio, habría posibilidades para la concordia y, seguramente otro lenguaje de prioridades y de atractivo internacional.
Anderson preguntaba a los colombianos que votaron no por qué votaron no. Uno le dijo: «Es que es muy difícil perdonar».