Con su misma ropa

La famosa actriz, hija de una mucho más famosa actriz autoapartada de la Historia, piensa que consumimos demasiado. Así que ha decidido reducir mucho sus compras e ignorar lo que califica como «esclavitud consumista». Me hago la pregunta de en qué consiste la esclavitud, pues asegura elegir libremente reducir sus adquisiciones. Compra tan poco, dice, que hay que atarle las manos «porque cualquier día me hago la ropa con las cortinas». Si esto no es frugalidad, que baje dios y lo vea. Un chiste cubano aseguraba que la Revolución estaba fuertemente afectada por el denostado consumismo. Efectivamente: «con su mismo pantalón, con sus mismos zapatos». Todo el año, se entiende. O puede que más. Mi maldad de corazón me lleva a plantearme que la escasez que imponen los sistemas de racionamiento o la pura desgracia económica, a diferencia de la actriz esclavizada, conllevan una imposición más dura: o se puede comprar o no se puede comprar.

Preocupados por los pobres o como quieran llamarlo, en Colombia dedicaron un buen tiempo a debatir medidas para que los menos favorecidos, que allá son muchos y muy desfavorecidos, tuvieran alivio en su vidas promoviendo el consumo. Qué interesante giro de los acontecimientos: en vez de generar esclavitud, los políticos creen que estimular el consumismo se convierte en una oportunidad para facilitar una vida más próspera o, como poco, menos limitada. Alguna persona iluminada propuso que se le devolviera el IVA -sí- a los pobres y nada más que a los pobres. Las particularidades de la organización social colombiana llama a eso «los estratos bajos» y, en lenguaje coloquial, «los estratos bajitos»: los diminutivos hacen que todo, incluso lo más triste o desagradable, sea mucho más amable.

No se dejen engañar por los nombres. El Impuesto sobre el Valor Añadido (es decir, el IVA) que tan pomposamente tienen tantos países, es un impuesto sobre lo que se consume, la idea de valor es mucho más esquiva. Es eficaz en términos fiscales, pero no es lo que nos interesa aquí. Nos interesa la idea de que al consumo se le ponen impuestos y que, cuando se trata de bienes considerados de primera necesidad, subir el precio a quien más los necesita no parece lo mejor y se opta por tipos impositivos bajos. Por ejemplo, la alimentación en España tiene IVA reducido, mientras que pagarle la factura a tu contable, el que te cuida los impuestos, tiene el tipo máximo. Qué decir de un yate.

El IVA como placebo

La genial idea de devolverle el IVA a los que tienen menos renta se tropezó pronto con dificultades operativas insalvables. Por ejemplo: ¿van a guardar facturas de todo lo que compren? Se trata la colombiana de una economía de un altísimo nivel de informalidad (es decir, de trabajo y economía fuera de circuitos formales, no de que no sean serios o que sea delincuencial), donde el efectivo y los tratos tradicionales priman sobre el mundo de tarjetas de crédito, los plazos y la documentación. La plata de hoy, paga la comida de hoy. Tampoco parece fácil devolverles esa plata de más a quien no tiene banco. No, en la economía informal no se vive bancarizado ni se hacen declaraciones de renta.

La solución pasó por una simplificación: pues dado que el segmento de población a favorecer es tanto (tal vez las tres cuartas partes), más fácil es declarar un día sin IVA en el comercio. Aunque haya ricos que se favorezcan sin necesitarlo, es infinitamente mayor la proporción de pobres y, también, empuja las ventas de los comercios, lo que debe recuperar parte de ese impuesto por la vía de otras figuras tributarias como los impuestos sobre los beneficios de las sociedades. Parece pues una buena idea. Dicho y hecho.

Celebrado el primer día sin IVA, lo primero a notar es que se realiza en plena pandemia de covid19. Con las redes sociales nunca se sabe, porque una imagen, incluso cierta, se propaga y termina por reducir la realidad a un caso concreto, de un lugar concreto a una hora concreta. Es importante, porque las redes se llenaron de imágenes de hordas humanas queriendo comprar grandes electrodomésticos. En otras palabras: los colombianos se arrojaron a las tiendas en busca de bienes suntuarios y de lujo a precio más bajo. Explicado de modo breve, televisores de muchísimas pulgadas. Con apretujones y pugnas por llevarse la mercancía, lo que contraviene las normas de prevención de contagios. Prontamente, los defensores del gobierno, pues es fácil acusarles de haber creado un incentivo perverso para mover la economía en tiempos de contracción, encuentran fotos en las redes con conductas juiciosas: personas que muy seriamente portan sus tapabocas y mantienen calmadamente la distancia haciendo la fila para pagar. Una realidad, como es usual, poliédrica.

Las escenas de asalto masivo al comercio de bienes duraderos crearon importantes discusiones sobre sus paradojas. Con Sandra Dumit repaso las escenas y nos hacemos preguntas: ¿por qué todos esos televisores, de tantas pulgadas, inmensos? Yo defiendo a los pobres. «Señora, están deseando disfrutar de la vida y ver el fútbol muy bien y muy grande, que al cine no van o no pueden ir».  Me contesta ella que no, que ya tienen televisor grande. «¿Para qué otro, para qué más grande?». Viajar a San Andrés o a la misma Aruba está limitado, luego la orgía de consumo tiene que ir a algo de verdad. ¿Lavadoras, neveras, vehículos de motor? ¿Tabletas y computadoras?. La conclusión final es que verse en medio de una aglomeración por cosas que ya tienes y que tampoco añaden demasiado extra de satisfacción no compensa demasiado si tu propia sensación de lo que es la necesidad obtiene muy pocos puntos extra y, además, se ve restado por el riesgo de infectarse del maldito virus.

Cerca de Rosales, en el Norte de Bogotá

Durante esas reflexiones, me encuentro con los trinos de un viejo conocido bogotano. Le apellidaré Aristizábal, pues es éste un apellido de porte y abolengo. Aristizábal escribe una columna en un periódico respetable, está bien educado y viste con excelente gusto. Le conocí porque un día me alquiló su apartamento. Situado en lo mejor de Bogotá, nada menos que en la calle 82 a pocas cuadras del centro comercial Andino (un templo del consumo elegante, dicho sea de paso) y a tres pasos de la señorial Avenida Séptima, encontré un espacio no sólo cómodo, sino repleto de detalles que denotaban fino criterio para la decoración y la organización de la vista contemplativa para aquello que des en llamar «tu casa». Con una pequeña terraza donde pude fumarme mis habanos en paz y armonía.

Aristizábal, siempre preocupado por la realidad y la mejora de Colombia (y no es irónico, es sincera mi percepción) se quejaba amargamente de que lo que habría que hacer cada día sin IVA es consumir menos. Parecería que se inscribe en una corriente (creo yo que algo menos de moda ahora) que dio en llamarse decrecionismo. Parecen explicarlo bajo la prerrogativa de que no es necesario crecer por crecer (obviamente, así formulado, nadie puede estar en contra) y que ya tenemos cosas suficientes para vivir estupendamente y para qué más. Cuando el término estuvo más de moda, se podía leer en páginas norteamericanas verdaderas disputas de lo que es ser o no ser decrecionista y sobre la pureza del movimiento: ya saben que los gringos tienden a convertir todo en religión con líneas, fronteras, blancos y negros y que no saben ser tan románicos y latinizados como para ver la realidad repleta de grises. Ciertamente, más difíciles de interpretar, pero en términos de gozo y disfrute, mucho más práctico y satisfactorio. Sobre todo satisfactorio. Las disputas podrían tener el nivel de detalle sobre si hay que tener como televisor un viejo aparato en blanco y negro o puede tenerse la licencia de tener uno en color y puede que de no más de cinco años.

Decrecimiento, economía circular (esa que pretende recuperar todo sin dejar desperdicio) sumado a conciencia por el planeta son todo uno. No es en absoluto irracional: nada como un jardín bien cuidado. Consumo superfluo, consumo inútil de recursos. Consumo sin sentido, más acumulación de residuos y contaminación. Quizá el matiz esencial es distinguir entre armonía, satisfacción interior, la supresión o el intento de suprimir externalidades y lo que puede ser retroceso o regresión. El negacionismo sobre las vacunas, podría ser ejemplo de esto último: volver atrás.

Volviendo a Aristizábal. Resultó que no era el dueño del confortable espacio que me acogió, sino que lo tenía alquilado a una tercera persona. Su relato consistía en que era de una amiga que llevaba años sin necesitarlo pero que, prontamente, por alguna causa que no recuerdo (muchas veces, en Colombia, es gente que regresa al país tras una estancia prolongada en el extranjero) debía devolverlo en un par de meses. Así que, en el nuevo amanecer que supuso AirBnb y ese tipo de lógicas, encontró interesante obtener dinero de un visitante antes de perderlo definitivamente. Mi memoria está borrosa, no recuerdo ya si AirBnb acaba de empezar en Colombia o fue por otro mecanismo, pero sí recuerdo que al final nos organizamos para darle sus correspondientes pesos en efectivo y sin las comisiones del servicio, fuera el que fuera.

Viajar, tal vez soñar

Aristizábal quería el dinero para viajar a Cuba. Y a Cuba viajó, un lugar donde poder consumir es una fiesta, por cierto. Cuando tuvo un extra de dinero, nuestro distinguido caballero decidió no ahorrarlo, ni gastarlo en un televisor extra, pero sí practicar una vieja costumbre burguesa acomodada y que no es otra que viajar por placer. En esos días, nadie te señalaba con el dedo por subirte a un avión ni tenías que compadecerte por Greta Thunberg sufriendo mareos en catamarán para no arrojar CO2 a la atmósfera: una bella escena de cómo convertir en aventura el retroceso. Por alguna extraña razón, Aristizábal considera que su uso del dinero sí merece completar sus preferencias íntimas de satisfacción pero el de los que se arrojaban a aprovechar la ausencia de IVA en fantásticos dispositivos, al menos para sus ojos, no son dignos de ello y deben ser señalados con el objetivo de poseer menos, que se supone que debe traernos la felicidad. Suena contraintuitivo. Siempre es más sencillo decirle en lo que tienen que gastar su dinero a los residentes de los estratos bajos desde lo más reconocido y ajardinado de los barrios altos de Santa Fe de Bogotá.

Los economistas hace muchos años empezaron a suponer que la utilidad de un bien se reduce a medida que se consumen más unidades de él e incorporaron esa idea a su pretensión de crear ecuaciones que expliquen la conducta de las personas. Es fácil comprender esto pensando en comida: el primer bocado de comida, especialmente con hambre, produce un alto nivel de disfrute, pero comerse una ración mayor  a lo que uno puede digerir termina haciendo cada vez más difícil el tragarlo y hasta puede generar molestias prolongadas. Existen rendimientos decrecientes a medida que se tiene más. 

No hay ejecutivo al que no le hayan contado al menos una vez en qué consiste la famosa pirámide de Abraham Maslow para entender las motivaciones humanas. La idea, en realidad, es de mucho sentido común: la conducta de las personas estaría dirigida primeramente a satisfacer las necesidades básicas (comer, beber…) y, cuando eso está suficientemente satisfecho, tiende a valorar aspectos importantes como la seguridad y estabilidad y, más allá, ya empieza a plantearse uno aspectos más intangibles como el reconocimiento público y la autorrealización. En términos menos elevados, es eso que puede suceder en la sociedad moderna cuando tu hijo dice que quiere un trabajo creativo y no únicamente un trabajo (tu abuelo se hubiera conformado con trabajo). O que puede explicar por qué los españoles desempleados no acuden en masa a los cultivos de fresa de Huelva y hay que contratar emigrantes que aceptan no sólo sueldos bajos, sino horas al sol en un trabajo que, concluiremos, no ofrece ninguna autorrealización.

Nostalgia de la margarina

Un artículo de The Economist de hace pocos días se titulaba con una idea sugestiva: la muerte de la nostalgia. La nostalgia fracasada sería la idea de ambicionar una vida más simple y, ahora que el covid19 conduce a ella, resulta que no es lo que esperabas. En el artículo leemos extractos de los diarios de Virginia Woolf durante la Segunda Guerra Mundial donde, desesperada, apunta las restricciones de la guerra: «Our ration of margarine is so small that I cant think of any pudding save milk pudding». Es peor dejar de tener cuando has tenido. No es tener siempre, sino que cuando quieres volver a ello, ya no lo tienes. Aquí sólo cabe objetar que la mantequilla es mucho mejor que la margarina, dónde va a parar. Pero cada loco con su tema.

Un viejo comercial de la televisión española tenía como lema «Un poco de Magno, es mucho«. Magno era (o es, que no lo sé) un coñac. Siendo un licor comercial, es obvio que se busca promover en el consumidor la idea de una selección exquisita. Paladee, que esto es raro y no abunda. Disfrute, sea fino, sublímese como individuo no bebiendo (que sólo beber es una ordinariez), sino extrayendo los aromas de esto otro que le exigen sentir y puede que pensar. Demuestre que es alguien (Maslow) y cuando eso le dé igual sienta que encuentra trazas de vainilla en su retrogusto y alucine como en las mejores drogas y con menos efectos secundarios (Maslow, otra vez). Hay coñacs más elaborados, sin duda, pero esos no se anuncian en televisión. Seguramente, si no pruebas el coñac televisivo, no sientes la curiosidad de probar otros brandys, por lo que podemos llegar a la paradoja, amigo Aristizábal, de que para que los pobres dejen de consumir irracionalmente primero tienen que poder consumirlo todo. Es decir, es mejor conseguir que sean ricos para que gasten menos. 

Sólo consumes demasiado cuando ya has podido consumir. Se hace difícil aceptar que haya superioridad moral para recomendar a los demás que no consuman de quien ha podido consumir todo lo que ha querido. O que no puedan llegar por ellos mismos a su propia autorrealización donde sólo lo exquisito te complace dejando que la definición de exquisito sea propia, y no la de otro. Ser rico es saber que disfrutas de abundancia. La escasez es penosa e idealizarla con el sobrenombre de simplicidad es porque no la tienes que padecer: se parece más a la esclavitud que nuestro sentimiento de culpabilidad al descubrir que nos hemos sofisticado y necesitamos menos. Porque ya no necesitaríamos nada simplemente porque podemos disponer de ello.

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