De la búsqueda de los antídotos contra la infamia
Esta es la triste historia del odio que generó el odio
Carlos Castaño Gil
Juan Pablo Escobar Henao, alias Sebastián Marroquín, al enterarse de la muerte de su padre exclamó, y quedó grabado, que los culpables de su desaparición serían vengados. En sus memorias, asegura que muy pronto fue consciente de que sus intenciones de venganza no tenían sentido ni valor y que ya tan pronto, al colgar el teléfono, forjó la base de su futuro predicamento por la paz. Poco tiempo después, mientras su madre Mª Victoria Henao negociaba con la plana mayor del cartel de Cali el reparto de las propiedades de su famoso y criminal esposo, Pablo Escobar Gaviria, fue informado por estos últimos de que su vida estaba sentenciada. Los vencedores de la guerra contra el cartel de Medellín alegaban que cuando el joven Juan Pablo se hiciera adulto (si no lo era prácticamente ya con dieciséis años) buscaría la forma de reunir un combo (de pistoleros) para asesinar a los que ahora disfrutaban de la victoria y el reparto del botín. El destino, siempre azaroso, hizo que se olvidaran de él. Hoy, después de explicar al mundo con brillantez que es simultáneamente posible amar a un padre que te amó como padre y reconocer que fue un asesino implacable, se gana la vida explotando la memoria de su progenitor.
Carlos Castaño Gil, cofundador de las Autodefensas Unidas de Colombia, más o menos a la misma edad de Juan Pablo, optó por el camino contrario: junto a su hermano Fidel buscó y localizó a los guerrilleros que asesinaron a su padre hasta, dicho en sus palabras, ejecutarlos. Uno de ellos fue su propio bautismo como verdugo, circunstancia que tuvo mucho de improvisación y casualidad: cuatro disparos en la cabeza según relató («Mi Confesión«) al periodista que tomó nota de su vida paramilitar. Asentada su capacidad para ejecutar (cuando te ves del lado de la justicia, ejecutas y no asesinas), desarrolló una misión en la que debía quitar la vida de un importante guerrillero localizado oculto en la casa de su propia madre. Efectuado el asalto y el tiroteo, el guerrillero muere. Pero, al inspeccionar la casa, encuentra escondido un niño de diez años. El hijo del ejecutado. Para la madre del fallecido, el hijo de «mi muchacho». Informado su hermano Fidel de que retienen a la criatura, éste exclama «hay que ejecutarlo». Carlos Castaño muestra escrúpulos, «sólo tiene diez años y tiembla de miedo». Fidel Castaño le recrimina: «Ese mismo pelao es el que después le mata a usted, y no lo dude». No lo mató. Existe un resto de esperanza sobre la condición humana cuando ante el conflicto moral, se dijo: «Si lo mato, ¿a cuándos niños más tendré que ejecutar?». Supuestamente, Carlos Castaño termina su vida ejecutado por orden de otro de sus hermanos.
Salud Hernández-Mora es una periodista española que, en cierta forma, se reencarnó en colombiana. Es criticada o detestada con intensidad por una amplia porción de la opinión pública local -más allá de sus posiciones derechistas- por el hecho de que ejerce, cual nativo, la crítica a la clase política y las usualmente fallidas instituciones del país amén de los dramas sociales cotidianos. Podría decirse que Salud habla con razón, pero no parece gustar que lo diga quien no nació allá. Cualquier otro español asentado en Colombia, cuando la escucha, no es difícil que se sienta identificado por su pasión y su indignación ante la tragedia constante de un país que no es el tuyo. No es tuyo pero que forma parte de ti, y que se autodenomina del Sagrado Corazón: porque en él todo puede pasar. Pese a todo ello, es una excelente reportera. Como gustan en decir en las redacciones de la vieja prensa, «de raza». Sólo por titular uno de sus libros «Crónicas de Un País Incomprensible«, se puede tener la certeza de que lo comprende mejor que nadie. O todo lo mejor que lo puede comprender un extranjero. Hernández-Mora prologó la confesión de Castaño: «si contribuyera a despejar de muchos corazones las ansias de venganza por el crimen de un ser querido que quedó impune para siempre» el libro quedaría justificado.
Álvaro Uribe Vélez es Senador de la República de Colombia. Fue Presidente. Gobernador de Antioquia. Concejal de Medellín. Alcalde de Medellín. Secretario General del Ministerio de Trabajo. Director de la Aeronáutica Civil. Para medio país es culpable. Culpable de amparar asesinos, de dirigir una guerra sucia contra guerrilleros, civiles y minorías. Para la otra mitad del país, es el salvador que convirtió un país inviable en uno viable. El que defendió las instituciones frente a la subversión. El mismo que, en medio del fango de constantes grupos armados de rasgos estéticos y éticos variopintos, pero que siempre están unidos por el dinero del narcotráfico, se ha opuesto con todas sus fuerzas al intento político y jurídico de crear una catarsis colectiva sobre una guerra civil que nadie llama guerra civil en un país que mantiene constantes guerras internas desde su independencia. El padre de Álvaro Uribe Vélez fue asesinado por las FARC.
Manuel Azaña Díaz, fue Presidente hasta el final de la Guerra Civil de la República Española. Un año antes del final de la guerra pronunció un discurso que podría haberse titulado, al menos en sus últimas palabras, como la banalidad del odio. Un español sentado cualquier atardecer en el cerro de Monserrate dejando Bogotá a sus pies, podría susurrar estas palabras del 18 de julio de 1938: «…que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.»