El virus viene a cenar

La llamada era decepcionante: no podemos vernos para cenar. El argumento entristece más: en una cena anterior, uno de los asistentes ha comunicado que estuvo en contacto con un recién diagnosticado de coronavirus. Así que todos nos contenemos. El virus, como los asesinatos de la mafia, viene por alguien que te conoce bien. Estuve yo también cenando con otro amigo entrañable: la terraza del restaurante tenía toda la distancia, nuestras sillas suficientemente alejadas, es imposible que mantengamos una conversación con una mascarilla puesta. Es algo contrario a la amistad y para la razón es difícil de superar. Y cómo estaban los daditos de merluza que nos sirvieron.

Yo veo personas responsables por todas partes. Es decir, mientras caminan por las calles, portan sus medidas protectoras con orden y disciplina. Cuando nos sentamos a tomar el vermú, no sólo es que disfrutar de la comida y la bebida es, simplemente, imposible con un aditamento en la boca, sino que lo hacemos con gente conocida que no está – de momento – contagiada, y que precisamente porque es gente conocida no imaginamos que lo pueda estar. Sí, el saludo con el codo es nuestro recurso interior a la seriedad honesta con la pandemia, pero estamos frente a la familia, a la amistad, a la seguridad emocional por encima de todo. Más aún: estamos ante la alegría.

La alegría que une dos personas no tiene en cuenta la alegría de todas las otras personas que comparten felicidad con nuestra familia y amigos. Nunca pensamos que los famosos grados de separación que nos llevaron ante el asombro ante las redes sociales (y esto es de antes del maldito Facebook), se cumplen en una cadena de personas que estamos seguros de que nuestra persona de confianza no está contagiada. Esta es la tragedia: la biología se encarga de destruir las relaciones humanas, o de sustituirlas con recursos que no permiten caricias ni abrazos. 

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