Kafka en Valledupar

«Para que me quieres culpar
si tú eras para mí, como agua pa’l sediento»

Diomedes Díaz

 

En Valledupar hace mucho calor. Es la capital del departamento del Cesar (pronúnciese con el acento en la última sílaba, cesár, y no como un emperador romano) en el norte de Colombia. Además de que hace calor, la gran nota que hace importante este lugar es porque es la capital colombiana del vallenato, que es equivalente a decir la capital mundial de éste género. Si por algo más puede conocerse a esta localidad entre el público internacional es porque Jhon Jairo Velásquez Vázquez, alias Popeye, pasó por su cárcel antes de su reciente fallecimiento y porque Netflix escenifica en esta localidad una nueva serie (muy entretenida y muy bien realizada) en la que un grupo de ladrones profesionales dan el golpe del siglo robando al banco de la República una cantidad de dinero en efectivo como nunca otra ha habido.

Cualquier parecido con La Casa de Papel, es pura coincidencia: esto es un caso real. Obviamente, no habría alcanzado el interés de una plataforma de este calibre sin el rastro de éxito de los otros ladrones de ficción. Pero está basada en un libro periodístico y tiene, claro está, personas reales que han sobrevivido al caso. Aquí empieza el segundo interés de este crimen. El nuevo interés hace que los medios de comunicación clásicos se interesen por saber qué fue verdad y qué es ficción y qué fue de quienes se vieron mezclados en el incidente. Sin ánimo de destruir su experiencia como espectadores y dando la información mínima, les hablaré del gerente del banco, que es inocente. En todo momento sabemos que lo es, no se preocupen.

Pero su inocencia hubo de ser demostrada. Ante la sospecha de su participación en el golpe, fue ingresado en prisión y despedido de su puesto de trabajo. Al declararle inocente, demandó al estado para obtener una reparación. Perdió en primera instancia. Ganó en segunda. Una vez con la razón de su lado, el tribunal no sabe con cuánto compensarle. Así que devuelve el expediente de la ciudad de Bogotá a Valledupar. Se pierde por el camino. Tras ciertas indagaciones, da con él en la Corte Constitucional de Colombia. Pero no se lo devuelven. Un nuevo tribunal, en el Cesar, ordena reconstruir el expediente. De ahí regresa a Bogotá. El juez le calcula la compensación por el salario mínimo y no por lo que ganaba realmente en su puesto. Tiene que volver a reclamar y reclamar la readmisión en su posición anterior. Todo esto se inicia en 1994. A fecha de hoy, el gerente sigue pleiteando con el estado para reponer todo este daño. Han pasado veintiséis años. Perdió su patrimonio y acumuló deudas. 

Marco Emilio Zabala, el gerente, es Josef K. El inocente sigue clamando justicia en un proceso sin sentido. Kafka acabó tornado en adjetivo por representar la pesadilla que la impotencia y deriva emocional que implica la lucha desigual que se produce contra la administración estructurada y reglamentada (la burocracia).  La dimensión kafkiana de ese leviatán llamado estado, la definió Eduardo Punset en un texto del que puede que sólo yo tenga copia: «lo peor que le puede ocurrir a uno es tener al Estado en contra, aunque sea por error y durante un rato». A Zabala le tocó por error. Sigue Punset: «el Estado y el ciudadano no son iguales ante la ley, que lo peor que le puede ocurrir a uno es tener al Estado en contra».

Yarumal

Yarumal, al norte de Antioquia, Colombia, es mucho más pequeño que Valledupar. No hace tanto calor, desde luego. Otro libro de investigación periodística relata el caso un hombre que huye de Colombia y marcha a testificar ante activistas e instituciones internacionales de derechos humanos temiendo por su vida. No es un hombre cualquiera, es un oficial de policía con una amplia hoja de servicios. Relata la historia de una organización de carácter paramilitar que se llama «Los Doce Apóstoles» y que se dedicaba, durante los años noventa y contemporáneamente al robo y la pesadilla de Zabala, a crear listas de miembros de las guerrillas de izquierda y asesinarlos sin ningún tipo de intervención judicial u orden de detención. En ese proceso, se produce la connivencia de la policía y el ejército. Los pormenores del caso por el lado político y la posible implicación del hermano del ex-Presidente Álvaro Uribe tiene mucho morbo, pero no es lo que nos va interesar hoy.

Nos interesa la operativa. Vean: en Yarumal hay -había- dos grupos de particulares que reunían dinero y se lo abonaban a la policía. No era chantaje ni coima, es lo que en España llamamos pasar la gorra. Por un lado, los pequeños comerciantes ponían pequeñas cantidades y ayudaban a la policía para poder comprar lo más mundano: hasta material de oficina. Por el otro, los ganaderos y propietarios de grandes fincas reunían dinero para varios fines: obtener el silencio cómplice (no aparecer, vaya) cuando planifican un asesinato, por aportar «inteligencia» para identificar subversivos y, en un momento dado, hasta para pintar los vehículos policiales. Se dictó la orden de cambiar los colores de los vehículos de la policía y el estado era incapaz de aportar los fondos. El dinero de los ganaderos sirvió para que adoptaran el clásico verde y blanco de la policía colombiana.

Pequeños comerciantes y grandes ganaderos deciden colaborar con la policía (ahora hagamos abstracción del crimen) porque están desprotegidos. Es decir, el poder de las guerrillas (robos, secuestros, extorsiones) es tan grande que las fuerzas de seguridad del estado no pueden protegerlos y buscan la manera de generar su autodefensa. La discusión no es ahora la razón moral de tomarse la justicia por la propia mano, ni el derecho a portar armas para la protección individual, sino constatar el hecho de que el estado no era capaz de cumplir una función básica que le atribuimos y que no es otra que la de proporcionarnos seguridad mediante el monopolio de la violencia. La ausencia del estado aquí se convierte en una orgía de sangre y de ruptura moral.

El teniente Meneses tiene mala suerte. Digamos que, siguiendo su relato, es un hombre que no se ensucia las manos con ningún crimen, pero acata una situación que, descubre, ha sido amparada por su antecesor y parece estar plenamente participada por sus superiores tanto en la policía como en el ejército. No está claro que se le pueda reclamar tanto heroísmo a un joven oficial en un entorno de guerra no declarada y violencia sin freno. Pero uno de sus subordinados, quien sí participa en algunos asesinatos, marcha con dos fusiles de la armería del puesto policial de Yarumal para participar en una ejecución. Uno de los fusiles está asignado a nuestro teniente. El hombre es tan confiado que acude al lugar de los hechos cuando ya se ha producido y ejerciendo su labor policial con la función de colaborar en los atestados para la judicatura. Es más: recoge los casquillos de bala que se han disparado con su arma sin saber que son de su arma. Y empieza el drama.

Veamos el entorno: el estado es incapaz de proteger a sus ciudadanos y, dentro de su impotencia, los que tienen que protegerte y cumplir la ley deciden no cumplirla en compañía de terceros no facultados para ello. Eso sí, desesperados ante el riesgo de sus familias y propiedades. Esto se mantiene oculto mientras la maquinaria de la justicia empieza a actuar con las pruebas recogidas en el crimen. Durante más de una década, el teniente Meneses ve cómo su proceso se abre, se cierra y se reabre varias veces. Y queda exonerado. Cada vez acude al jefe de los ganaderos que han organizado esos crímenes y le pide ayuda. El jefe de los Apóstoles le confirma que sus conexiones políticas paralizarán todo. Efectivamente, fue así. Hasta que, tras una fértil carrera policial, en la que logra éxitos brillantes tanto contra la guerrilla como contra el paramilitarismo, la justicia vuelve a por él de nuevo con esos casquillos de bala en el centro, los que nunca disparó. Kafka marcha a Yarumal.

K

Por supuesto, el crimen está impune y, se supone y así debe ser, la justicia debe esclarecerlo. Simultáneamente a la pesadilla inocente de Meneses, que es como ese personaje que encarna Anthony Quinn en La Hora 25, o como el mismo personaje que encarna Luis Tosar (y éste en un relato colombianísimo) en Operación E, personas que van al vaivén de los acontecimientos históricos siendo víctima de todos los bandos, aparecen nuevos complicados en la historia. Los pequeños comerciantes que reunían unos pocos cuartos para que la policía tuviera bienestar, son acusados y detenidos por financiar los crímenes. E inician su pesadilla. El interlocutor de los ganaderos sigue libre, a pesar de los rumores que le rodean.

Cuando se vuelve a abrir el proceso de los casquillos de bala recogidos en la escena del crimen, el teniente Meneses está cerca de poder retirarse. De hecho, lo intenta. Vuelve a pedir ayuda a la trama paramilitar pero, esta vez, le dicen que ya le ayudaron. Que ya quedó libre. Y que confíe. Pero algo se rompe en ese momento. Y piensa que va a asumir la culpas de algo que vio, conoció, pero no planificó y, probablemente, se implicó más por omisión que por acción y convencido de que debía obediencia. Si no miedo. Comienza a ver que le siguen, si cambia de vivienda le encuentran, si cambia de número móvil vuelve a recibir amenazas y, claro, termina temiendo por su vida y la integridad de su familia. Huye y canta. No ha pasado realmente nada.

Punset añadía:

No hay bestia mayor ni más feroz en este circo que el Estado, que hemos creado entre todos. Se puede uno reír tranquilamente de las multinacionales más poderosas o de países tan ufanos de sí mismos como Rusia o Estados Unidos. Son verdaderos pigmeos, comparado con el Estado de cada uno, que gestiona más de la mitad de todos los servicios y productos generados en nuestro recinto, además de tener los medios para vigilar y efectuar un seguimiento inmaculado de todo lo demás: suspiros, proyectos, productos y sueños.

Dicen, y no está mal dicho, que los impuestos son el precio que pagamos por la civilización. Lo que no cierra la pregunta de cuántos impuestos y para qué son razonables y equitativos. Cayetana Álvarez de Toledo, presunta traidora, inconfesa y mártir, dice en su entrevista de despedida de su labor como jefe parlamentario que «las etiquetas buscan encorsetar a las personas, acentuar sus automatismos, impedir que piensen con libertad, y deben ser desafiadas». Montescos y Capuletos, madridistas y barcelonistas, fachas, rojos, fascistas, neoliberales y chavistas ocultos, uribistas y mamertos… Somos ingenuos pensando que la mente no exige simplificaciones que, sobre todo, ahorran el inmenso esfuerzo de reunir la información para sacar conclusiones. El matiz y la resignación ante la ausencia de soluciones fáciles no cuadra bien con la acción.

Por las razones que sean, cualquier discusión social está, como se dice hoy, polarizada. Digamos que el debate de ideas no existe, existe la confrontación de prejuicios. Cada día se impone o la defensa numantina del estado y su superioridad moral (haga lo que haga y deje de hacer lo que deje de hacer), o la pretensión de su desmantelamiento y aniquilación. Si tienes que simplificar en cualquier charla de bar, optarás por el ingenio que anula el prejuicio del otro. Yo me quiero conformar en centrar la discusión en cómo liberar a K. K es cualquiera de nosotros. Es decir: lo comunitario no parece evitable o prescindible, por lo que la cuestión es que resuelva correctamente la tarea asignada. Cada día desde que se inició la pandemia veo a los mismos abandonados a la puerta del supermercado esperando la ayuda ajena. Queda la opción de pensar que es la vida que eligen (con una alternativa real, me cuesta creerlo), pero sí pienso que si El Leviatán se presenta como salvador de los débiles es precisamente con ellos con los que hace el peor trabajo. 

 

1 Respuesta a „Kafka en Valledupar“

  1. Gonzalo Martín Dice:

    El relato de estos días es, dicen, cómo el gobierno prefirió administrar por su cuenta lo que se conoce como ingreso mínimo vital y el pago de los ERTES. La alternativa administrativa de estos últimos era dejar que lo pagaran las empresas y luego les fueran reembolsados. La interpretación es política: de esta forma es el gobierno el que muestra su gracia y clemencia. El problema es que no han sido capaces de pagarlo… desprotegiendo una vez más al débil. De la misma forma, pasado un tiempo más que prudencial, el ingreso mínimo vital no ha llegado ni al 1% de quienes lo piden. Otros se quejan de que, al solicitar el nuevo ingreso, han perdido otras «ayudas» que entran en conflicto. Y, debido al retraso, han perdido sus ingresos. Otra vez, pierde el débil que se iba a proteger. Liberad a K.