La vida con bozal
Elegí para el tren una mascarilla seria. Entendía y entiendo que una mascarilla seria es la que protege a los demás y me protege a mí. Pero las mascarillas serias tienen un inconveniente sobre las más sencillas y tan azules que escucho llaman quirúrgicas. Y ese inconveniente es que son mucho más incómodas.
El trayecto era de casi seis horas. El tren, lleno. Tenía la secreta esperanza de que, precisamente por miedo, mucha gente no viajara. La seguridad sanitaria no incluye dejar asientos vacíos, pero sí la obligatoriedad de portar en todo momento la nariz y la boca tapadas. No hay cafetería, ni máquinas, ni bebida fría. Seis horas. Comencé a pensar en la dura vida de los trenes de antes de los ochenta -vosotros no sabéis lo que era esto- de largos trayectos con un confort infame.
La incomodidad es doble: primero, las vías respiratorias tapadas generan el contacto con tu hálito y cierta sensación de falta de oxígeno. La otra, peor, es que las gomas se clavan en las orejas de modo especialmente desagradable. Sobre todo al pasar las horas. La vida con bozal es ingrata, porque refrena la vida.
Saludarse no es lo que era, existe como un segundo de autocontrol y de recuerdo mutuo de que, a pesar de tenerse todo el afecto del mundo, una persona responsable no se abraza. Ni se besa. Ni se da la mano. Las conversaciones no son tan fluidas, pienso que debido a que la conexión inicial es una especie de interrupción del calor humano. La distancia social es también distancia emocional. La falta de costumbre, quizá.
Comer en un lugar público te puede lleva a observarte a ti mismo con el mismo asombro con el que veías comer a las mujeres yemenitas, pakistaníes y jordanas de los viajes de cuando viajar todavía podía creerse que era una aventura: para el occidental curioso observar cómo se come en las zonas para familias de los restaurantes de países seriamente musulmanes era asombroso. Las mujeres introducían la comida por debajo del velo.
Lo considerábamos absurdo, denigratorio e incómodo; pero sobre todo era tan singular y tan inconcebible que haber visto con tus propios ojos cómo es la vida de una mujer musulmana suponía una especie de proceso iniciático a un mundo reservado de superioridad intelectual y social que no todo el mundo tenía: tu has visto con tus propios ojos, tú puedes contar. No, tampoco se podía buscar la imagen en Google. Los miembros del primer mundo, convirtiendo en observación zoológica todo aquello que no concuerda con nuestra vida y observándola con derecho a entrometerte en la intimidad ajena: hay que fotografiarlo sea cual sea el sentimiento del retratado.
Y ahí estaba yo: dolorido, irritado con el roce de las gomas, sorbiendo una botellita de agua por debajo de la mascarilla, preocupado porque el vecino (además, el típico individuo que se cree dueño de los dos asientos de un transporte público) no se molestase ante el riesgo de que algo mío terminara en su piel. Tan incómodo que me costaba concentrarme en la lectura: me había preparado para seis horas de tren pensando en un nirvana sin cobertura adecuada de telefonía móvil para acabar con un tomo enorme de mis libros pendientes.
En las calles, ante algún descuido, pronto encuentro un vecino vigilante que, en tono indignado, me recuerda que me suba la mascarilla que he bajado por cualquier bobería. Como que me entienda la señora de la charcutería cuando le pido un queso específico. Ponemos bozales a los perros para proteger a terceros de sus mordiscos. No he conocido un solo perro que, si muerde, no lo haga por miedo. Nos ponemos bozales por lo que parece una verdad biológica que, en todo caso, es de poco coste y su efecto potencial inmenso. Pero el bozal también es una soga puesta a la vida, a nuestras emociones y a la encarnación del miedo al otro. No tiene buena solución.
Conversaba con Iván Fanego sobre Ray Bradbury. Y me recordaba Fahrenheit 451. Para él es una naivité darle tanto peso a los libros. Para mi es una parábola maravillosa, porque vengo de un tiempo extinto donde eran los libros lo único verdaderamente importante. Súbitamente, la vida con bozal se me convirtió en el escenario de una novela de ciencia ficción en el que todos los habitantes de un planeta lejano viven sin expresar sentimientos, sin sonrisas ni lágrimas. Hasta que se descubren sociedades secretas que se ocultan de un poder omnímodo que las persigue porque les fue transmitido un ritual de afecto físico clandestino. Y no era sexo.
De repente, he pensado que la forma de sobrevivir a la distancia es comportándose cual antropólogo recién llegado a la Polinesia: detectar el asombro del contraste para poder contarlo. O eso, o encontrar los caminos a las sociedades secretas.
15 agosto 2020 a 21:01
[…] eso mientras me dejaba llevar por el viaje propuesto hoy por Gonzalo en su blog me he tenido que venir hasta aquí para anotar esta frase suya, con la que me […]