En la retaguardia
Mi padre pasó la Guerra Civil en el pueblo de su madre. Salieron en el verano de ese año, tenía tres, y regresaron tres años más tarde.
En esos tres años, mi abuelo (el padre de mi padre), permaneció en Madrid, comiendo lentejas y, como hizo el resto de su vida, de policía municipal.
La comunicación era difícil. No sólo por los tiempos, sino porque la guerra imponía restricciones de comunicación entre los bandos en contienda, además de la consiguiente censura para evitar informaciones perjudiciales para las acciones militares.
En esos tres años, la única comunicación fue a través de postales que la Cruz Roja enviaba por razones humanitarias que se remitían a Portugal desde el lado nacional en este caso, y terminaban en el lado republicano, donde estaba mi abuelo. O viceversa: sé que la frecuencia era escasa, pero no ha quedado dato de cuántas veces pudo haber noticias de las venturas de cada lado.
Mientras mi abuelo permaneció sitiado, con miedo y escasez, en el pueblo las cosas eran más fáciles. Una familia de agricultores y ganaderos de toda la vida (modestos, humildes, pero independientes) podía disponer hasta de matanza: mi padre cuenta que el jamón le salvó la vida de muy niño, pues parecía que no le daba por comer. Creo que creció con el jamón sellado en el cerebro toda su vida por esa razón y yo la he heredado por razones mucho menos dramáticas.
Es fácil concluir que hubo dos experiencias de guerra. Una, directamente en el frente. La otra, en la retaguardia. Tan tranquilo era el pueblo, que mi padre recuerda cómo tuvieron a un soldado herido recuperándose en su propia casa. Por qué y cómo llegó allí, no es un relato que me haya llegado.
La vida de la segunda oleada del coronavirus es una vida en la retaguardia. Los muertos desaparecen lejanos, las curvas que se achataban y el equivalente en aviones de los fallecidos, las UCIs desbordadas o no, son letanía y no atención. Han pasado los días donde contábamos a diario incidencias y curvas, aprendices todos de científicos de datos.
Muchos han sugerido que las metáforas y el lenguaje bélico para describir el esfuerzo colectivo para superar la pandemia son inadecuados.
Pero quizá no lo sea tanto si en vez del frente, hablamos de la retaguardia. No hay escasez real, pero sí hay limitaciones. Hay restricciones de movimiento, pronto toques de queda, como en esas noches de guerra donde no se pueden encender luces que guíen a los bombarderos en busca de sus objetivos: no somos libres de hacer lo que queramos.
La retaguardia, se ve afectada por la pérdida de actividad aunque no haya destrucción directa. Le damos vueltas a cómo almacenar la modesta pero profesional maquinaria de un buen amigo que ha cerrado el restaurante que le dio la independencia económica. No te destruyeron, pero los oficinistas marcharon como marcharon los hombres al frente y no hay a quien venderle.
O dejaron de trabajar, y no hay quien pueda comprar.
Vivimos en estado de retaguardia. Es un estado mental donde la guerra es un rumor del que llegan las noticias de las bajas con impotencia, donde la euforia de la resistencia ha dado paso al cansancio, a la resignación en espera de cuándo terminará todo.
El cine ha representado las guerras. Y la mirada de las familias que esperan a que todo termine y regrese el soldado están repletas de líneas de diálogo que contienen esperanza, «cuando todo termine». La retaguardia está en estado suspendido hasta que se pueda volver a inventar, a resolver.
La redacción del Gran Hermano de Orwell genera un estado densidad emocional ante el control de la sociedad especialmente intenso. En el relato, siempre hay una guerra lejana que nunca termina y con informaciones que son borradas y cambiadas a conveniencia del poder. Sin que nadie reaccione.
Ya no reaccionamos. No al poder necesariamente, que es tan incompetente e ignorante como cualquiera de nosotros, es que no reaccionamos. Pareciera que nadie sabe realmente nada, pues lo que un día parece verdad, al siguiente es descartado: cómo es la protección, la medicación, la propagación… Las certezas se alteran sin que importe ya. Vagamos y trampeamos. Esperamos.