«¿Quién puede estar a salvo si Roma perece?»
Los jabalíes y las gaviotas se arrojan sobre Roma buscando alimento entre las basuras. Basura y animales salvajes. Cacerías urbanas que terminan confundiendo asnos con animales silvestres:
El 24 de noviembre un vídeo mostraba a unos escolares sorprendidos porque en la puerta de su escuela, en el barrio de la Balduina, había una pareja de jabalíes paseando por una estrecha acera. Es un goteo de casos la presencia de estas bestias en una ciudad que por momentos se ha convertido en un enorme safari.
Es casi irremediable pensar en Alarico a las puertas de Roma. De un cronista: «la ciudad-estado que había gobernado el mundo conocido, patria de los antiguos dioses, del Dios de los cristianos y del Senado, se convirtió en una tumba, en una desolada y malsana ciudad fantasma«.
Pandemia e hipérbole podrían considerarse una redundancia en sus aspectos conversacionales. Infecciones como bárbaros empujando a la oscuridad y la distancia. Otro sabio anticipa el posible hecho de que «a largo plazo, las ciudades se vaciarían como resultado del teletrabajo«.
Pero la verdadera Roma contemporánea fue asaltada en 2001. Estaba yo sentado ante un menú del día viendo el humo saliendo de las torres y, en algún momento, su hundimiento. De los diálogos del asombro en ese instante, o puede que después, se me hizo imposible olvidar el comentario más difícil de juzgar que he oído nunca: «si no hubiera habido gente dentro, hubiera sido perfecto». Saquear Roma como venganza. Un Alarico emocional que todos llevamos dentro.
Hay una especie de elucubración recurrente de sociólogos y vaticinadores. La llegada de una nueva Edad Media. Es altamente ingeniosa la construcción de paralelismos: la decadencia de las ciudades y los viajes parecieron evidentes como profecía, y lo único que sucedió es que viajar en avión se ha convertido en una suerte de carrera de obstáculos y humillaciones a los ciudadanos privados en nombre de la seguridad.
Sentado a trescientos metros en línea recta de la orilla del mar, en lo que hasta hace cincuenta años era algún pinar intermitente, de suelo de roca y arcilla, les presento a un individuo huido de Roma y asentado en el bucolismo que genera no tener más ruido que las señales de gaviotas en las mañanas y algún búho en la noche.
Quizá lo que siempre me impresionó más de las lecciones de mis profesores de Historia sobre la Edad Media, no era el feudalismo como sistema de producción (eso que dicen que regresa con Uber o las tiendas en franquicia) sino el encierro del conocimiento en monasterios donde sobrevivía en manos de monjes que copiaban libros en latín.
Mi conexión a las redes, fluida, que nunca dejará de asombrarme, me ha permitido aprender muchos elementos de carpintería en las tardes rurales, un empleo del tiempo que en la ciudad hubiera dedicado a traslados y seguramente infinitos – y tan queridos – aperitivos. Además de la carpintería, no hay libro que no haya podido descargar en menos de cinco segundos atendiendo al capricho curioso de cada nuevo hallazgo con el que me tropiezo cada mañana al repasar mis obligaciones e intereses.
Bien podría hacerse en la ciudad y no en una comunidad que fue pescadora y ahora es jubilada multilingüe. Mi Roma caerá el día en que la conexión quede interrumpida y el caudal de conocimiento no llegue cuando lo necesito y donde lo necesito. En un año de máximos, llegué a tomar 80 aviones. Desde que arrancó la peste sólo he tomado dos. Mi vocación nómada sólo tiene una dificultad: que tiendo a quedarme quieto donde llego si no es porque tengo una reserva de vuelo que brota de las agendas electrónicas como estrella polar. Roma en cualquier parte.
29 noviembre 2020 a 11:27
De las cartas de Jerónimo de Estridón.