Una teoría melancólica sobre la pizza y la clase media
Uno de mis millennials favorito me lleva a cenar a un sitio que elige él.
Yo soy el (su, de ellos) abuelo cebolleta y, cuando están de ánimo afectuoso y hasta respetuoso, me llaman patrón. Todo esto es culpa de mis querencias colombo-españolas.
El sitio es bueno. Y tiene un horno de pizzas de primera clase. Él me advierte de la buena calidad de las pizzas, sabedor de que soy un auténtico hijo de puta en mi valoración de lo que se pone en la mesa y no sólo cuando es postureo.
Por lo que sea, correspondía hacer un relato dentro del diálogo que tenía que ver con la valoración de la pizza por el consumidor promedio. Soy propenso al mansplaining incluso a los hombres, así que no se debió necesitar ni mucha excusa ni mucha cercanía con el tema.
Para mí lo que es asombroso es no diferenciar entre una masa de pizza correcta, horneada como debe ser y con ingredientes que sostienen una lógica y una calidad, incluso dentro de la innovación, en contraposición a lo que uno ve con frecuencia. Eso descarta la de piña, que es toda una causa para el golpe de estado. Digo todo esto sin querer caer en el integrismo que supone ignorar que toda comida es un proceso de innovación, hijo de la casualidad y de la usurpación por la vía del desconocimiento de una receta de otros. Es decir, que servidor es consciente de que no existe la paella verdadera, pero defiende que sí existe la canónica, y la clave de todo es diferenciar la proximidad con el canon de la mera ocurrencia.
Le contaba al treintañero que, cuando servidor era niño, en Madrid sólo había tres restaurantes de pizza. Los tres eran formales y practicaban dos conceptos de masa: la de unos era fina, la del otro de bordes gruesos y bien hinchados por el calor del horno. Y la mozarella era mozarella. El resto de ingredientes, como hemos dicho, se correspondían con el canon. Que, seguramente, es algo que no podíamos saber bien (este es un país donde los spaghetti carbonara se hacen con nata), pero ya se encargaban los propietarios de ser respetuosos con una tradición que nos era desconocida. ¿Qué tiene de bueno (o de malo)? Que tu paladar se entrena con unos matices que se asocian inmediatamente a un hacer determinado, en este caso el tradicionalmente bueno.
Pongamos por caso: uno de los éxitos -para mi- del restaurante Fismuler en Madrid es que te sirven mantequilla de leche cruda. No, nunca pedirías mantequilla de leche cruda. Pides mantequilla, de pedirla, que eso era de restauración clásica y desapareció de España yo creo que porque no se correspondía con las casas: no, no comemos pan con mantequilla con el almuerzo, una costumbre extranjera, es una cosa del café con leche. Pero te la ofrecen y hasta entonces no le has prestado atención al cambio de sabores que la pasteurización provoca en quesos, leches y mantequillas.
No se la puedes prestar porque la higiene y seguridad alimentaria es ubicua, y un productor normalito no se va a jugar nunca el pellejo por una elaboración que caduca con suma facilidad. El progreso tiene sus costes y hace décadas que la leche cruda no puebla ningún supermercado en ninguna de sus presentaciones industriales. Como todo evoluciona, al final es cuestión de complicarte la vida, diferenciarte y aceptar un coste de producción distinto para ofrecer el producto: alguien va y lo hace. Fue meterla en la boca y, súbitamente, pensar que estabas comiendo la mantequilla de tu infancia. Todas las neuronas y su memoria se desataron a la vez reconociendo algo que estaba ahí, como en el desván de casa, guardado pero sin conciencia de su existencia. Ya no me interesa demasiado otra mantequilla, y mira que sigo comprando algunas (pasteurizadas) que estimo más ricas que otras.
La infancia, su memoria, sus visiones y sus recuerdos. Como miente, puede que en su día no me gustara la que ahora saludo como éxtasis al provocar que el cerebro la recordara. Un fenómeno similar me asaltó en Jordania la primera vez que estuve, que ya puede contarse en décadas: pedí una cocacola y se produjo el mismo efecto de neuronas descargándose de forma masiva como en un ataque zulú a un puesto británico abandonado que acaeció con la mantequilla. Eso era cocacola. La cocacola de toda la vida. La que desapareció en algún cambio de fórmula en los albores de la guerra contra el azúcar o puede que por un cambio de gusto provocado por PepsiCola. La cocacola que no está aquí.
Los mínimos lectores recurrentes de este rincón saben de mi tendencia a la dependencia emocional de la cocacola zero. Que sigo tomando a pesar de no olvidar esa mañana de calor jordana y otras de sucesivos viajes tanto a la propia Jordania como a Egipto.
Paréntesis: ¿se dan cuenta de que esto sólo puede ocurrir porque tienes -todavía- memoria y eso sucede porque tienes muchos años? No sigamos por ese camino.
Un día, por volver a nuestra historia, la pizza se empezó a popularizar. Así que aumentaron los establecimientos que la servían, las películas americanas debían presentar imágenes que incitaban a la imitación y crearon un problema linguístico al españolito y españolita de a pie. ¿Cómo pronunciar la doble zeta de la pizza? Esa vibración, la dificultad de verlo con una zeta en las dos sílabas (piz-za), creaba problemas de índole social: se corría el riesgo (mayor para las adolescentes) de decir picha, que era algo muy ordinario, sobre todo en una señorita. Se supone que en Cádiz causaría menos rubor. La alternativa era decir piza, sin zeta en la primera sílaba. Quien tenía más habilidad fonética se quedó con picsa.
La popularidad acarreó la masificación y la industrialización. Así, la aparición de una cadena nacional con prefijo telefónico de pizzas a domicilio que presumía de tener el secreto en la masa (la que le gustó a los adolescentes que pasaban por el restaurante de prueba en el barrio de El Pilar de su fundador), supuso la asociación a fiesta (nadie sabe cocinar una pizza en casa), barato (no es, ni bien hecha, un producto de ingredientes caros, pero hay harinas y harinas, como quesos y quesos) y perfecto para quedarse en casa, no cocinar, ver el fútbol o hacerse el padre guay de hijos de divorciados.
Las hábiles empresas de alimentación de gran consumo detectan la tendencia, como dirían ellas, y deciden hacer lo mismo listo para hornear en casa. Mejor aún, congeladas, para sacar en cualquier momento. Más pequeñas y todavía más baratas, lo que lleva a olvidarse del prosciutto para poner un jamón cocido cualquiera, un queso que funda bien y unos trozos de chorizo barato o pimiento crudo por encima. Un nombre romántico para cada tipo de pizza hace el resto e, incluso, hay espacio para la innovación grotesca como es sembrarlas de salsa barbacoa. Pan con queso fundido y tropezones para todos los públicos.
Es decir: la infancia de varias generaciones no aprendieron a comer pizza yendo a los moderadamente elegantes locales de esa otra infancia alternativa y anterior, con sus masas y sus hornos cuidados, con sabor a leña y suelo de piedra. En su memoria, no se grabó una forma de fundir los ingredientes ni una forma de crujir una masa de harina bien elaborada. Así llegamos entonces a la edad en que ganan un sueldo como para que dejarse cincuenta euros en la cena con amigos de un viernes (al menos uno al mes) ya no sea una extravagancia, sino lo que valen las cosas de cierto estándar. Como diría Chicote, el caviar no es caro, cuesta mucho: súbitamente aquí hay una pizza que está buenísima. Es decir, mucho más rica que la que tiene mi memoria.
El capitalismo, esa maquinaria portentosa de encontrar valor y reproducirlo, detecta rápido la tendencia inversa. Ahora hay gente que se encuentra con algo que no ha probado nunca y, en vez de vivir la degradación de un mercado que era el entretenimiento chic de habitantes de zona urbana con posibles, viven su propio proceso de aburguesamiento que lleva a distinguir una masa de pizza de un engrudo con queso derretido que cura la resaca. Curiosamente, los hornos de primera clase empiezan a aparecer por Madrid como setas. La pizza mejora. No queda por tanto alternativa que seguir confiando en el progreso: seguramente le darán a sus hijos la pizza canónica en algún momento de sus vidas para entrar en un punto de no retorno. El mismo que se cruza cuando uno pasa de un jamón al jamón de cerdo ibérico de bellota: volver atrás es estar insatisfecho.
6 enero 2021 a 16:40
Un viejo amigo, porque la amistad que nos une es vieja y no porque él mismo sea viejo aunque al final haya que conceder que es harto complicado lo primero sin lo segundo y claudicar que nos conocimos en la universidad en el milenio pasado, siempre dice que lo peor de ese gran supermercado de origen ché en el que usted piensa mientras lee esta frase es que embrutece el paladar de los clientes, que carentes de toda referencia de calidad piensan que lo que encuentran allí es supremo y que no ha lugar para continuar buscando otros -mejores, se entiende- sabores.
El amigo de este amigo, que es decir yo, solía pensar que no era más que un pobremente disimulado corporativismo a favor de su señora, trabajadora en el más elegante de los competidores de esa cadena mencionada arriba, amén de una falta de empatía con aquellos a quienes la cuenta del banco les tiembla a final de mes y priorizan precio a otros factores.
El tiempo es sabio y nos da la oportunidad de rectofciar. Tocaría con el tiempo conceder, por tercera vez, que no es así. La búsqueda de los sabores es también, ante todo, una actitud y no va siempre reñida con la cartera. ¿Acaso no es más barato comprar los ingredientes uno a uno en el mercado y amasar en casa que gastarse los maravedíes en cualquier hosca pitsería de barrio? ¿No es ése acaso un pequeño acto de bondad con la prole, de pasar tiempo con ellos sin mirar pantallas por una vez en la vida y ponerles por delante una masa que puedan recordar muchos años después frente al pelotón de fusilamiento (no pude evitar el guiño, en verdad que se escribió solo) cuando su destino les lleve a Milán por alguna mundana cuestión laboral?
6 enero 2021 a 17:07
Pues no podria decir yo mejor lo del alimento para el pueblo che. Ni el resto. Fijate que todo esto le pone interès a la vida: quien tiene la actitud y quien no; qué descubres y qué memorizas.
7 enero 2021 a 12:59
Ay, esos momentos de epifanía… Yo tuve mi particular «momento coca-cola» con la Fanta naranja, en México, allá por el 2001 (20 años ya, esto da para tango). Fue probarla allí y venirme a la memoria la fanta que mi tía Julia me daba en las tardes de mi infancia en su casa. Eso era Fanta «de verdad», la que dejaba la botella de color naranja, de la de colorante que llevaba aquello, que diría que cambiaron en España por ser cancerígena por lo menos, pero ay, ese sabor de México sí que era el auténtico…
Sobre la mantequilla de leche cruda tengo que decir que si por «leche cruda» entendemos que ni siquiera ha sido hervida, me parece un poco despropósito por muy sabor auténtico que tenga. Es más, mi abuela hervía la leche recién ordeñada por higiene y sabiduría ancestral y luego hacía los quesos. Así los sigue haciendo la Antonina, cuyo queso de cabra sí que ha podido probar Jose (Gonzalo, te tienes que dar prisa en venir porque la señora ya pasa de los 94 años y aunque sus hijas han heredado la tradición y los hacen ellas, todavía podrías conocer a la matriarca del queso, que goza de buena salud aunque limitada movilidad). A todo esto gente que ha probado este queso ha tenido también regresión a su infancia y le ha parecido que sabía como los calostros que comían de pequeños. Yo, que para estas cosas tengo la memoria muy clara, sé que de pequeña ODIABA la leche «cruda» (o sea, recién ordeñada y hervida) de cabra y por más que promociono el queso de la Antonina, no lo pruebo, porque no quiero regresar a esa infancia en la que mi madre me metía esa leche hasta en los flanes (qué horror, por favor). Por lo demás, mantequilla de Soria, siempre, obviamente 😉
Al revés, a día de hoy sigo sin comer chorizo por muy ibérico estupendo que sea porque yo aprendí a comer chorizo con los de la matanza de mi tía(abuela) Tere que luego guardaba en grandes tinajas de aceite y nosotros llevábamos en botes al Vitoria. Cuando dejó de hacer matanza y mi madre compró uno «en un sitio bueno» yo tendría unos 12 años y le pregunté que qué era eso, porque parecía chorizo pero estaba clarísimo que eso no sabía a «chorizo de Reznos». Y ahí he me quedado enquistada, que no encuentro «chorizo de Reznos» ni siquiera cuando he podido probar cosas de otras matanzas. En fin.
pd para Jose: realmente has escrito el comentario más bonito de este blog que nos regala Gonzalo.
7 enero 2021 a 13:10
Tengo que añadir que cuando hace unos años le pregunté a la Emilia (la hija de la Antonina) por el secreto del queso (esperando que me dijera que lo hacía con suero «del de verdad», del que salía de los calostros, pero no, lo hace con suero que compra en la farmacia) me dijo que ninguno*, que simplemente el secreto era la alimentación de las cabras «que son muy señoritas y que comen lo que quieren». Estas cabras están sueltas por el monte y comen lo que todavía existe en mi pueblo: tomillo, romero, hojas de sabina… La nieta de la Antonina, la última la generación, ya ha marchado a estudiar a la universidad, así que ya sé que estoy ante un sabor (aunque a mí no me guste) en vías de extinción y cuya preservación se me antoja imposible.
* Quizás no secreto, pero un buen hacer sí que hay, porque hay otro rebaño de cabras en el pueblo y otra señora que hace quesos (y las cabras comerán lo mismo, digo yo) pero nada que ver.
8 enero 2021 a 9:05
[…] caso es que el otro día animado por un siempre interesante post de Gonzalo en uno de los pocos blogs que sigo disfrutando al leer dejé un comentario cuya forma intenté […]