El destino y la sangre
Cuando matas a alguien, no sólo le quitas todo lo que tiene, sino todo lo que pudiera llegar a tener.
Jaime Garzón fue un humorista colombiano. Cabe esperar que si se menciona en estas páginas, es porque juega algún rol en el drama de la cotidianidad del país del Sagrado Corazón: sí, hacía sátira de la clase política pero se asegura que, en realidad, fue asesinado por intermediar en la liberación de los secuestrados retenidos y torturados por las FARC. El asesinato fue ejecutado por orden de Carlos Castaño Gil, el jefe histórico de las AUC, la amalgama que agrupaba un amplio espectro de grupos paramilitares. Pero se sospecha, y hay muchas referencias a este tipo de vínculos en los propios testimonios de Carlos Castaño, que la orden provino de desconocidos pero poderosos miembros de lo que suele denominarse como la oligarquía colombiana.
Hay muchas grabaciones disponibles de entrevistas y apariciones públicas de Jaime Garzón. Es interesante contemplar cómo, no mucho antes de su muerte, describía su percepción de cuáles eran los problemas de connivencia entre el poder político y el narcotráfico. De modo derivado, la composición sociológica de ese poder político. Han pasado dos décadas y sigue resultando una descripción realista. Y cruda. Pero no son manifestaciones sombrías, Garzón era un humorista célebre que arrastraba risas junto a pasiones y la audiencia universitaria jaleaba sus comentarios como cabe esperar ante la agudeza del ingenio aplicado a la burla.
Llegamos a lo que nos importa. Esos vídeos muestran audiencias pegadas y con ojos brillantes escuchando un discurso que, todavía hoy, puede interpretarse como una tercera vía civilizada en el conflicto, sangriento conflicto, colombiano. Lo que sientes, quizá sólo yo, es que hay todo un espacio de personas que buscan quien pueda simbolizar sus sentimientos, los haga públicos y les dé dignidad y atractivo en su defensa. La palabra común para esto pudiera ser ese anglicismo que llamamos liderazgo.
El razonamiento a explorar es qué impacto tiene el que se sesgue la vida de quién pone voz a un sentimiento o angustia compartida.
Luis Carlos Galán es calificable como el Kennedy colombiano. Las grabaciones de sus discursos que sobreviven hoy son vibrantes. Por mi experiencia vital con muchos colombianos, quedé conmovido cuando descubrí su discurso más famoso. Un orador enfático, levanta su mano y ofrece dignidad para sus conciudadanos «para no ser una nación marginal, secundaria; para que no vuelva a dar vergüenza a ningún colombiano al presentar el pasaporte de su patria». Si la primera amistad colombiana que hiciste te explicó que siempre se vestía deliberadamente bien en una aduana y que nunca fue cuestionado o interrogado por ser nacional de Colombia, escuchar este discurso estremece: te mete dentro de una psique colectiva.
Es equiparable al Kennedy de los años de la pugna por los derechos civiles (léase, restos de la esclavitud) por su búsqueda de un Camelot en las difusas fronteras de Macondo. Yo diría que Galán era más sincero y creíble que John F. Kennedy. Supuesto también que los hechos no los desvirtúe la inevitable vanidad con la que se conduce la comedia humana que Quino, el autor de Mafalda, representó en una serie de viñetas que nunca olvido: un bocadillo de un político en un estrado con unos símbolos, otra viñeta con un bocadillo con lo que te entendieron los entusiastas y, finalmente, cuando todos marchan, un bocadillo con lo que realmente piensa el político.
A Luis Carlos Galán lo asesinan una noche en un complot turbio urdido por el narcotráfico (sí, el famoso Pablo Escobar, resentido con Galán) en connivencia con las fuerzas corruptas de la seguridad del Estado colombiano. En el momento en que lo matan, el líder liberal marcha lanzado a ocupar la Presidencia de la República en un momento de esperanza y regeneración moral de Colombia. El tema que les planteo es si las balas sesgan las ideas, o el impulso moral de la virtud, o la ilusión y la legitimidad de la rebelión justificada. Peor: si se pueden aniquilar las opciones de futuro y si la historia, mejor dicho, la Historia, cambia irremediablemente asesinando a sus protagonistas y sería otra diferente más allá de las fuerzas subyacentes que suelen dar forma a los acontecimientos: sin el resentimiento por las compensaciones de guerra de la Primera Guerra Mundial no es posible Adolfo Hitler, pero ¿si hubieran asesinado a Adolfo Hitler mucho antes de ser elegido para el Reichstag hubiera habido un líder capaz de galvanizar a los alemanes de a pie en busca de autoestima colectiva? ¿Joseph Goebbels, si hubiera sido el heredero, hubiera generado el mismo destino para Alemania?
«Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada, porque yo no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas, y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista…», cualquiera cita los versos de Niemöller en cuanto se presenta la ocasión para convencernos de que hay que levantar la voz. Creemos que tras los caídos, o al menos románticamente creemos que así es, surge un nuevo insurgente con la legitimidad suficiente para la rebelión, esa acción situada en la frontera entre la delincuencia y la épica. Cuando muere Galán, su hijo pide públicamente en su entierro que sea César Gaviria quien tome el testigo de su padre. Gaviria termina aceptando y en medio del dolor, la indignación y la guerra del narcotráfico contra el estado, es elegido Presidente de Colombia. Ganaron, parece ser, los buenos. ¿Hubiera sido un mejor Presidente Luis Carlos Galán que César Gaviria? Lo formulo mejor: la esperanza de un liderazgo que buscaba un camino de nueva construcción moral del gobierno, ¿la hubiera podido llevar mejor o peor el líder asesinado que su sustituto involuntario?
La historia de Colombia sigue mostrando ejemplos para discutir la idea. En 1990, el grupo guerrillero M-19 abandona las armas, y Carlos Pizarro (a quien Carlos Fuentes dedica una novela), otro líder que parece poder representar la voz de los que no la tuvieron y que dejó las armas por la política, es asesinado cuando compite por la Presidencia. En otro proceso de paz entre guerrilleros y gobierno, los miembros de la Unión Patriótica, son literalmente exterminados uno tras otro. Es decir, los militantes y gestores de un grupo político, guste o no su agenda, aniquilado. La izquierda colombiana sigue existiendo, pero los protagonistas han sido otros.
Todavía hoy el asesinato de lo que allá se denominan líderes sociales (sindicalistas, ecologistas, representantes indígenas, mujeres con todas sus demandas) es no sólo cotidiano, sino un problema central de la agenda política. La sensación es doble: si cada año son dados de baja cientos de personas que superando el temor a la amenaza real de ser asesinados terminan su periplo político, al mismo tiempo hay que seguir matándolos porque el desasosiego de los problemas genera nuevos héroes morales, o simplemente motiva a personas decentes que no pueden soportar más el abuso de unos sobre otros.
En 1995, ETA asesinó a Gregorio Ordóñez. Gregorio Ordóñez era un político brillante que surge de la nada, de la resistencia de a pie mientras se soporta malamente que los políticos de la derecha española, los militares y fuerzas de seguridad del estado en el País Vasco sean acosados, aterrorizados, chantajeados y asesinados. Representa la revuelta cuando, de modo sistemático, se dispara en la nuca a los políticos no nacionalistas, a cada modesto concejal que se atreve a considerar que hay otra realidad y no la que quiere construir una nación vasca que, estaremos todos de acuerdo, por realismo histórico o por frustración o aspiración, aún no existe.
Lo que me conmocionó de la muerte de Gregorio Ordóñez es que se perdió una persona con el nervio capaz de articular un discurso valiente contra la violencia y el apartamiento del disidente. Del disidente vasco en este caso. Sus opositores no lo llamarían disidente, pero yo no encuentro otra palabra: pertenecer a una minoría de opinión perseguida y atemorizada por creer en una versión contraria de la historia y el futuro menos sexy que la que tienen quienes controlan la mayoría del discurso público tenido por correcto. El futuro de la derecha española o españolista, como se quiera llamar, es probable que hubiera sido otro sin la muerte de Ordóñez.
Mi conclusión personal me genera desazón. Las balas son efectivas. Las carambolas de la historia pueden generar resultados diferentes, no digo si son más deseables o no, incluso dentro de unos parámetros difusos que la correlación de fuerzas pueden generar, pero que no son iguales. Es rupestre y hasta mediocre plantear este reduccionismo: si por esta cualidad de las balas es más fácil que ganen los malos en vez de los buenos. Hay pocos tiranicidios, por buscarle la alternativa. No debe haber forma de saberlo. Otra gota en el océano del desasosiego.