Maestro Vallejo

En Colombia, cuando se quiere tratar con respeto a un individuo y se da una mezcla de autoridad moral y de pertenencia a una cierta clase entre intelectual y económica, se emplea el calificativo de doctor. Doctora, también.

El otro calificativo para ascender en el orden de respeto (o de temor) suele ser el de patrón. Patrón, gracias a las series sobre el crimen organizado, queda excesivamente vinculado al jefe de las bandas de bandidos y asesinos, pero no es la única forma de serlo. O yo creo eso.

Al salir de mi oficina en Bogotá, y miren que nunca llevo corbata, el vendedor de Baloto (lotería) que siempre rondaba un edificio de oficinas con sueldos buenos para el promedio local, siempre se dirigía a mí como patrón. Me hacía sonreír.

Una noche, en el mejor restaurante español de la ciudad de Bogotá, con alguien hice la broma del trato recibido por el vendedor de Baloto. De hecho, los compañeros españoles de mi trabajo, al regresar a Madrid, tenían decidido que yo era el patrón y, puestos a bromear más con lo que siempre he considerado cariño, tornaba rápidamente en patronsito. Diminutivo que, como tal, nunca he oído en Colombia, pero que a ellos les hacía felices.

Al hacer la broma, tanto el jefe de sala como el resto de sus camareros (meseros) empezaron a llamarme patrón sin venir a cuento para todo: «¿un poco más de vino, patrón?». Y así con cualquier excusa y sin que fuera necesario, se añadía forzadamente el término –patrón– y aumentó el servilismo y el ángulo de inclinación del servicio hacia mi persona, que tan solo quería mostrar a los comensales una tortilla de patata realizada con el mejor de los cánones.

La cosa terminó en que miré fijamente al jefe de sala y dije que dejaran de llamarme patrón, «por favor.» No sé cómo lo interpretarían en su proceso mental interior, pero la orden surtió efecto y dejé de ser el objeto de adoración servil. Al menos, en los enunciados verbales: después de todo, lo he calificado como orden. Advierto que el tono de voz permitía que lo oyeran todas las mesas. Me sentí profundamente incómodo.

A Fernando Vallejo todo entrevistador colombiano le llama maestro. No, no es el doctor Vallejo, ni el patrón de los escritores, es el maestro. Yo creo que es un maestro en ese sentido de dominio de un oficio, de respeto al desempeño y la edad, esa misma idea del sensei japonés. Hoy domingo un grupo de columnistas de prestigio que se unen en torno a un proyecto editorial que denominan Los Danieles le piden a Fernando Vallejo que comente la realidad colombiana del momento: que es triste, muy triste, descorazonadora, desgarradora hasta las lágrimas.

Vallejo no defrauda: no es sólo que el Presidente de la República sea despellejado literariamente, sino que no queda en pie ni uno sólo de los políticos de cierta importancia actuales. Los Danieles dialogan con el maestro que recuerda sus grandes temas: la política tributaria de los estados es un saqueo a la ciudadanía, cada líder político es la punta de lanza de una mafia que se apropia del estado, pero ese mismo estado es responsable de permitir los embarazos de tantas adolescentes de las villas miseria de las laderas de las ciudades, que se cargan de hijos que no pueden alimentar y educar perpetuando la pobreza.

Por supuesto dios y la Iglesia son también objeto de su bisturí que, como un misil, destroza la dignidad y virtud de la fe como agarradera a la vida y a la institución como benefactora de la sociedad. Uno de los tres danieles es Daniel Samper Pizano, a la sazón hermano de Ernesto Samper Pizano, ex-Presidente de la República y famoso por haber llegado a la presidencia gracias al dinero del narcotráfico. Aunque él dice que no. Daniel Samper Pizano y Daniel Samper Ospina, hijo del anterior y otro daniel, están presentes en la conversación y alguno de los tres, ya no recuerdo cuál, le pregunta al maestro Vallejo quién ha sido el mejor (o el peor) presidente de la República de Colombia.

Vallejo puede ser el ejemplo de la desazón, la desesperanza o el puro nihilismo de la impotencia que producen un país -Colombia-, una ciudad -Medellín- o el mismo mundo, que no tienen arreglo ni posibilidad de encontrar una luz, un camino menos malo o un pequeño espacio de gozo. Pero lo que no es, es maleducado. Así que considera que todos son o han sido malos y destroza al pobre César Gaviria, burlado por el patrón de los patrones, Pablo Escobar Gaviria, pero omite referirse en todo momento a Ernesto Samper y decide que todos los demás han sido un desastre sin incomodar a los interlocutores.

Es tan imposible encontrar algo constructivo (una ilusión, por pequeña que sea) en el diálogo entre Los Danieles y el maestro Vallejo que no hay forma de darle continuidad a la conversación y casi con un silencio incómodo deciden despedirse de él, repletos de afecto y afligidos sin casi decir palabra: no, el maestro Vallejo no refuerza sus convicciones, sino que te deja sin argumentos sobre tus propias convicciones que quedan desnudas en su incapacidad para resolver nada.

Al maestro Vallejo lo quieres tanto que, cuando vas a admirarlo (tú, yo, Los Danieles) sales escaldado porque no puedes ser cómplice de su desasosiego porque crees que es algo que sólo afectaría a los demás y descubres que no, que ni siquiera te da esperanza a ti, que lo sigues, que le comprendes, que compras los argumentos. En realidad, Vallejo como horizonte moral sólo te puede conducir al suicidio: no hay salida ni sentido.

Vallejo, el maestro, es como un alma herida ante la falta de amor ajeno. De amor no correspondido por la realidad. El Fernando -también se llama Fernando- de La Virgen de los Sicarios es un cínico que regresa a Medellín y parece vivir por encima de la muerte violenta y la destrucción de la civilización que le rodea. Pero la muerte de un perro y la muerte de su joven amante, un sicario de poca monta, nos lleva a él y a nosotros a las lágrimas, al desgarro del amor no perdido, sino suprimido. El desgarro de la ciudad de tu infancia convertida en campo de batalla, de la ternura quebrada, el despecho del entorno a lo que podría ser la simplicidad de unas pocas cosas que sí importan para vivir y que pueden dar la razón para existir.

El maestro Vallejo no sirve para aprender a vivir, pero sí que sirve para descubrir la tristeza de lo más oscuro de la existencia, de la relación con lo ajeno hasta lo insoportable. Como él no se suicida, lo único coherente que podría hacer, gracias también a ello establezco que sí existe espacio para aislarse del dolor de existir para encontrar un deleite, hacer posible el hedonismo: si ha encontrado que puede soportar tanto mal, es que a pesar de lo que se dice con la boca, en el secreto de la vida interior existe un mundo propio para contemplar y encontrar brillo. Hasta cuando sea. Que ya me dijo Sandra Dumit que la vida era bella, no fácil.

Le agradezco el bisturí, doctor. Maestro.

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