Y, ahora, ¿qué?

Yo fui un niño que nació en un país al que nadie quería. O mejor: que todo el mundo quería querer, pero que no se dejaba. Donde todo era primitivo o una desgracia de la Historia que te convertía en ser inferior o en un paladín de la modernidad deseando cantar canciones en francés o tener la moral sexual de las fans de los Beatles. Sobre todo que la tuvieran ellas.

El hito tonto (colectivo) de mi generación fue ver el gol de Iniesta, gritar en la habitación y asomarse a la ventana a la orgía de satisfacción, muy superior a las copas de Europa que todo madridista sabe contar y que, en cierto modo, terminó la era del complejo de inferioridad. No caer en cuartos en medio de la injusticia divina y ganar el mundial es lo mismo que ver que Inditex llega a cada pueblo con cierto dinero del mundo: hoy día si paseas por Miraflores, en Lima, podrías estar en Alicante al ver las marcas españolas en los escaparates.

Hay otro hito más íntimo. Yo seguí todo el relato de los atentados del 11-M en CNN internacional. Estaba en casa, en Madrid, por lo que inevitablemente obedece a un esnobismo propio de quien les escribe, que atesora unos cuantos. Mi cabeza decidió centrarse en todo lo que se veía detrás del objeto de las cámaras. No en el entrevistado, en los paneos de hierros o manifestaciones sino en lo de detrás: cómo va vestida la gente que camina en el fondo, los vehículos, los edificios y las estructuras. Y me dije: eso es un país rico.

La psique noventayochista herededa de toda una tradición de explicarse la derrota colonial, la republicana y la industrial, que hoy la historiografía desmonta o pone en su sitio, a mi se me empezó a romper ahí. Una especie de palcarajo con tanta excusa en el pasado para no hacer lo que hay que hacer hoy. Comprenderán que me la trae al pairo El Valle de los Caídos, pero no es la excusa de este escrito. Sólo que no sabía por dónde empezarlo para poner en contexto el resultado de ayer.

Llegué, como me dijeron, 15 minutos antes de las 18:41. Una cola corta y rápida en la que un tipo con un termómetro digital nos apuntaba a la frente a toda velocidad, y a toda velocidad pasábamos entre vallas ordenadísimas para llegar hasta la puerta de lo que toda mi vida se llamó Palacio de los Deportes. Ahora tiene nombre de banco. Allá una señorita me envía a una mesa, me señalan el lector del código QR que he recibido en mi teléfono móvil y, a toda velocidad, se imprime un número de turno, el 3544. Me indican que suba a la primera planta.

Por el camino, multitud de pantallas van marcando en verde mi turno y la dirección: pienso que tengo casi que ir corriendo. La distancia con mi antecesor permite hasta trotar. Subo a la primera planta, las pantallas siguen escupiendo 3544 y otra amable joven (ya casi todo es joven para mi) me dice que vaya al puesto 10. «Hoy toca Janssen» le oigo decir al sanitario, que leyendo una vez más los códigos de los teléfonos de todo el mundo escupe certificados de vacunación sin haberte siquiera pinchado.

Hay tanta velocidad en el ambiente (con tantas sonrisas) que al ver que una mesa anterior a la mía (el puesto 9 o el 8 o yo que sé cuál) se queda vacía me mandan para allá. Y yo con mi certificado en la mano me siento con una enfermera amable hasta decir basta que hasta posa para ayudarme a hacer la foto del hito. Y ya está.

No dolió. O no se sufrió, que quizá sea más correcto. Me senté los 15 minutos de rigor y llené el whatsapp con la buena nueva a todo el mundo. La perfección del proceso no me asombraba sólo a mi, en las llamadas que escuchas a tu espalda, hay relatos de satisfacción y autoorden por doquier.

Mientras, un amigo pide ayuda emocional o sobrenatural, la que le puedas dar, para que su padre, en una UCI en Santa Marta, Magdalena, Colombia, sobreviva. Le pregunto cómo va, pero no me atrevo a decirle que ya estoy vacunado. Porque vacuna suena a salvoconduto, a escapatoria, a salir de la inercia de todos los demás, como quien acude cada noche al Café de Rick en Casablanca soportando cada día la ausencia de expectativa. Aunque no sea propiamente así, es como respirar hondo.

Alejo me dice que sufren, pero ha visto que ya cuento que tengo vacuna y se alegra por mi. Como tantos, preocupado por si tengo efectos secundarios. Nada relevante, ni siquiera 24 horas después. Y yo sintiéndome asquerosamente sucio porque salí de peligro.

Tal cuál llegué, salí. Vi las terrazas llenas de gente que bebía y comía como hacía meses que no veía. Y sentía otra vez esa prosperidad, ese orden germánico que se duda de que sea posible entre gente del Sur. Una vida que rebrotaba en su exceso, en sus maricadas y en su postureo: la conclusión es que la estupidez humana es mejor que el dolor humano.

Todo el tiempo me decía: «Y ahora ¿qué?» He vivido extrañamente satisfecho al poder hacer todo a distancia, solo emputado por no decidir libremente en qué distancia y a distancia de quién. Pero acomodado a que todo el mundo se ha visto obligado a la virtualidad como regla. Y no sé si quiero volver a las reglas anteriores.

Generando anticuerpos. Revisando horarios de aviones. Y sin pensar en mucho más de mañana.

Los Comentarios han sido desactivados.