Re-Vuelta
Es mejor llegar antes de que salga la gente de misa de doce en la calle Toledo. Después, está lleno y hay que abrirse paso casi con los codos: es relativamente pequeño. En la barra atendían señores que debieran estar jubilados hace al menos una década y media. Y, en la cocina, una señora tenía unas bandejas repletas de varias alturas de bacalao listo para rebozar añadiendo constantemente más piezas a las sartenes. La jubilación de la señora también debió haberse producido décadas antes, en plural.
No hay y no existe, no traten de buscarlo, ningún otro sitio en el mundo que haga el bacalao rebozado como el del Bar Revuelta. Las guías de Madrid, de modo inexplicable, hablan de Casa Labra y no hablan, una fortuna del destino, del Bar Revuelta. El bacalao de Casa Labra es, simplemente, mediocre; sin ninguna personalidad a pesar de que vive de la creencia generalizada de que es un clásico. Falsos conocedores se las dan diciéndolo.
En el Revuelta había sólo dos o tres cosas más: unas empanadillas de atún como las de casa de toda la vida perfectamente fritas. Siempre se acababan a una hora y no se hacían nuevas. Un chorizo y un queso. Todo bueno. Y nada más. ¿Por qué el público frecuente no puso más amor en esas empanadillas que, como el bacalao, no pueden encontrarse iguales en ningún otro bar y, con la decadencia de la cocina doméstica, en ningún hogar de menores de cuarenta años? Ellos se lo pierden.
En el Madrid post-covid el Bar Revuelta sigue abierto. Las reglas de entrada han cambiado: un tipo joven, muy moreno y de pelo brillante, me dice que no hay sitio, que me ponga en la fila. La fila tiene veinte metros. Es normal, es hora de salir de misa. No es normal hacer fila en vez de apretarse dentro. Pero el Revuelta sigue allí y ante mi mirada decepcionada por el asalto de señores y señoras en condición, ellos sí, de jubilados que no piensan renunciar a su aperitivo de bacalao, el menda me dice que tienen un local nuevo, a la vuelta, en la bajada del Arco de Cuchilleros.
Dicho y hecho. El local ha aparecido ahí. Parte de la mutación habitual de los iconos turísticos reconvertidos en parques temáticos adaptados al mínimo denominador común del gusto y el conocimiento del turista: un ser que tacha casillas de una lista de obligaciones que ver. El nuevo Revuelta tiene una decoración de caracteres rústicos pero modernizados. Paredes de ladrillo visto, iluminación de revista de decoración, jamoneros y sus jamones. Camareros que portan cacharritos en las manos para hacer los pedidos electrónicamente. Y hasta cuatro mesas en el ridículo espacio que dejan las aceras junto a la Plaza de Puerta Cerrada.
El Doctor Piernavieja no había probado este bacalao. Yo estoy aterrorizado. Pero llegan las tajadas y sigue siendo esa maravilla que no espero que el club de ancianos que la habían mantenido durante décadas hayan hecho: tiene todo el aspecto de que un nieto espabilado o un empresario astuto ha sabido preservar la receta, y recrear un negocio sobre ella. Los abuelos mueren, puede que el bacalao sobreviva. No les quedan empanadillas.
A la mañana siguiente es tiempo de recuperar las bravas de La Ardosa de Santa Engracia. La mejor Ardosa. Las mejores bravas de Madrid y, por tanto, del mundo entero. Sólo seguidas de cerca, muy de cerca, por un bar a la altura del metro Quintana. Hay Ardosas en Madrid redecoradas y rusticidadas muy del favor de modernos y hipsters. La Ardosa de Santa Engracia siempre estuvo fuera de su radar porque era otro bareto. No tienen conexión propietaria, ni de dirección, ni de recetas entre ellas. Mi Ardosa tiene el sabor de un abandono histórico de un establecimiento que nunca pensó que era algo más que un bar de barrio y parroquianos.
En la barra atiende un chaval de pelo rizado, piel negra y acento inconfundiblemente andaluz. Sólo puede ser hijo de dominicana. O similar. Pero con retruécanos de Legazpi. No, ni rastro de los ocupantes de la barra durante cincuenta años. Era yo niño cuando alguno tenía catorce años, a los que vi engordar y envejecer. No, el colega de barrio de mi padre tampoco está, debe estar jubilado hace mucho, si no de cuerpo presente. El negocio, a pesar de la gracia del andaluz insólito, tiene aspecto de decadencia: siguen vendiendo botellas de cualquier cosa y en las estanterías hay botellas con etiquetas amarillentas. Varias de Peinado, que me pregunto si están llenas, si las dejan de tesoro o qué.
Pido vermú y bravas. Y las bravas son las que eran, con la patata frita como debe ser y esa salsa que siempre consideraron secreta. Hay manía con las recetas de salsa de bravas: los presuntos inventores, en el centro de Madrid, siguen teniendo un cartelito con el número de patente. Que no sé si saben los comensales que las patentes caducan y que da igual lo que digan. Pero en La Ardosa no vendían la salsa para llevar, ni te contaban cómo hacían. Que es algo burdo hoy, cuando la información sobre cocina está por doquier: la salsa de brava es una roux hecha con pimentón dulce y picante y no lleva, por dios, tomate. Es roja por el pimentón, bobos. No hay tabasco, idiotas.
Pero tan buena era, que mi padre la quería para casa. El compañero de barrio se la negó claramente de cara al público. Eran tiempos en los que, cada domingo, antes de recoger a mi abuela, mi padre entraba conmigo y pedía un penalty-y-un-vermú y una de berberechos. El penalty era un corto de cerveza, mi iniciación al alcohol en la pubertad. Al ir a pagar, el viejo amigo de barrio salió con una botella envuelta en periódico que no habíamos pedido y se la dio a mi padre. Tres cuartos de litro de salsa brava en secreto.
Al ir a pagar el madrileño improbable me pregunta si quiero pagar «con descuento o sin descuento». Oda a la poesía de los bares. Le digo que me descuente el vaso, que se lo devuelvo al terminar. Me asegura que el vaso es, al menos, y que allí los siguen teniendo, de 1915 o similar. Y le digo que qué me va a contar, que yo ya tomaba cerveza en ese vaso cuando no había nacido, que yo poblaba esa barra en pantalón corto y tomaba berberechos, además de bravas.
Del Revuelta y de La Ardosa marcho entre atormentado y feliz. No es mi barba blanca la que me ha hecho tomar conciencia de la caducidad de la vida, sino la rara desaparición de los contextos que atesoras en la memoria: era el bacalao con sus ancianos al mando, eran el fútbol, la lotería y las bravas con los que habían crecido en el barrio con mi padre, en la barra y tras la barra.
Pero el bacalao y las bravas subsisten.