El extraño caso de los amantes de los impuestos

Ellos dicen existir. Yo los he escuchado en la vida cotidiana, en cualquier discusión con amigos apoyados en la barra del bar. También contemplo la vanidad de personajes usualmente designados como objeto de fama (no se sabe si de reputación o qué tipo de reputación, siquiera una cierta altura intelectual) cuando aseguran con signos visuales inequívocos de haber alcanzado la iluminación que aman, desean, disfrutan y gozan con el pago de impuestos e incluso quisieran pagar muchos más.

Este pendejo egoísta quien les escribe, considera que la aparición de estas argumentaciones entre gente de la que no dudo de su buena fe tienen que ver con el pánico generado por la sombra de la duda intelectual: sí, en algún momento ha aparecido el sudor frío de que la realidad no refrenda esa religión que consiste en creer que el estado te cuida, nutre, resuelve y garantiza parabienes, bienestares y la irrenunciable aspiración a que haya justicia verdadera en este mundo.

Todo creyente pasa por crisis de fe: ¿y si en Fátima no hubo milagro?. Es suficiente con ver el contraste entre el estado-dios-misericordioso y el realmente existente: ese que corre para poner nombres a ministerios, cambiar su papelería en días para crear la sensación de que la igualdad existe porque un ministro lo lleva en su título, pero que es incapaz de reducir las listas de espera de nada: ni de la sanidad, ni de la emisión del DNI, ni la celebración de ese juicio para poder expulsar al inquilino que no paga… elija su propio calvario.

O ese caso del pariente que tiene que vender una propiedad heredada, puede que en la que creció, porque no tiene la liquidez para abonar un impuesto que sin duda salvará la sanidad y la educación y que ya pagó servidumbre cuando se compró y desde luego por su posesión durante toda la vida del finado.

Dicen querer pagar muchos más porque -dicen- sería síntoma de su propia prosperidad y de la certeza de nuevas prestaciones y garantías que asegurarán que, por ejemplo, tu vivienda (la que tienes) no es un producto, ni una propiedad, sino un derecho. Si la has pagado con tu dinero, no tiene nada que ver al parecer.

Son argumentos vacíos.

El amante del pago de impuestos no tiene un micrófono delante cuando hace esas aseveraciones para que le pregunten si, en el caso de que no fueran obligatorios, los pagaría. Y, si es así, cuántos pagaría voluntariamente. En la medida en que el pago es obligatorio (o sea, impuesto) proclamar que se es feliz pagando tributos (dice la RAE que tributar se dice del vasallo: «entregar al señor en reconocimiento del señorío») es un brindis al sol: no tiene consecuencias, no expone tu propia piel.

Cuando se le señala al iluminado que puede donar libremente al estado y que hay cuentas donde puede hacerlo por si su felicidad aumenta al desprenderse de su dinero, responderá que eso es demagogia. Efectuando un argumento ad hominem evitará pronunciarse sobre predicar y dar trigo, o de tener que admitir que, por el propio hecho de ser un acto practicado por el monopolio de la fuerza estatal, la confirmación de su coherencia no puede ponerse a prueba.

Tampoco le preguntan si, ya que tanto disfruta y goza con el proceso, pagaría el ciento por ciento de lo que percibe por las razones que sean. Imagino, entonces, las expresiones y gestos invocando a la racionalidad tras sorprenderse de que hay buenas razones para escribir en las leyes que los impuestos no pueden ser confiscatorios (aunque lo son en cualquier porcentaje).

La argumentación se llevará entonces a que debe ser progresivo para que sea equitativo (bien, vale, bueno) y, puesto que son mayoría los que lo creen, así lo deciden (piensen en si la mayoría vale para todo, para por ejemplo votar si te fusilan). No sé cuántas matemáticas saben los que afirman esto, porque de por sí el mismo porcentaje de tributo dará más cantidad a pagar si la cantidad a la que se aplica es mayor. Uno sospecha que se tiene cierta insidia contra aquél que ha ganado más, especialmente porque se sospecha que no tiene un origen moral legítimo.

Con cualquier amante del pago de impuestos, por tanto, al final se eluden las preguntas reales cuando levantan sus copas para presentarse más dignos que todos los demás: ¿dónde está el límite de la solidaridad impuesta en el nombre de que, por alcanzar ciertos niveles de civilización, son aparentemente necesarios recursos externos al mercado administrados por una entidad delegada?. Delegada, esto es, sujeta a la transparencia, mandato y rendición de cuentas que realiza todo administrador frente a quienes le apoderan para la administración: el estado realmente existente no encaja con nuestro estado idealizado en este ejercicio, y creo que no resiste cualquier intento de discusión sólo con la mera observación de cómo los recaudadores de impuestos se ponen sus propios sueldos y bonificaciones.

Se elude también la pregunta de por qué y cuánto recaudar. Es decir, de si se trata de que recaude todo lo que pueda para justificarse a sí mismo y sus creaciones burocráticas, o si debe poder ajustarse a lo recaudado en vez de a la inversa. Yo les plantearía la interesante cuestión de si tiene que haber una misión ideal del recaudador de impuestos, y de si ésta es la de trabajar para no hacer falta, hacerse innecesario y dejarnos vivir a cada uno a nuestra manera con nuestro dinero… o si su misión es la de convertirse en sustituto de nuestra voluntad y organización en un pesebre de oro.

Igualmente se pasa por encima de la evaluación del rendimiento de lo recaudado. Es decir, si es aceptable la prestación recibida en contraste con lo entregado y, en ese caso, si se puede tener la opción o alternativa de entregarle el dinero a otro y no quedar como rehén de que demuestra ser ineficiente una vez sí y otra también y sin rubor: el vigente ministro de consumo ha creado un proyecto de ley donde las empresas privadas deben responder una llamada en menos de tres minutos (y, con ello, se les endosa el coste de hacerlo sin saber si es necesario), mientras que las administraciones públicas no pueden ser obligadas a ello. Esto, como pueden imaginarse, no soporta la más mínima defensa, pero sólo es posible porque el estado realmente existente puede actuar sabiendo que, sea cual sea el resultado, un plato de sopa se servirá en su mesa: sus ocupantes te obligan a ello.

Tampoco, por terminar, se detiene el amante del pago de impuestos en reflexionar sobre si su gozo al vaciar el bolsillo es algo que tengamos que compartir los demás. Que podamos discrepar sobre ello lo suficiente como para pensar que, si el dinero es nuestro, tenemos la legitimidad para pensar qué nos puede convenir aunque al funcionario no le complazca e, incluso, que podamos equivocarnos por ello asumiendo las consecuencias: nuestra equivocación puede tener su control de daños o rectificación, la equivocación de quien no administra con lo suyo no tiene incentivo para la solución. Especialmente si no se le puede retirar la capacidad de imponerte. Al despertar, los funcionarios siguen ahí, votes a quien votes.

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