Que estés en la gloria

Era el cigarrillo. Te mira fumando, le disparan varias ráfagas y muere. Cae en lo que seguramente es un agujero, no una tumba, que seguramente ha tenido que excavar él mismo. La luz, el paisaje, te hace pensar en una muerte entre las flores mucho menos literaria y sí infinitamente más cruel.

Era el cigarrillo en la boca y las palabras finales –slava ucraini que pronuncia audible pero calmado y sin inmutarse- lo último que llega a sacar de sus labios mientras las balas lo siegan y se termina el vídeo.

Pero era el tipo mirándote con el cigarrillo en la boca como si nada, resignado pero infinitamente superior a sus asesinos en su indiferencia, lo que se te queda clavado en la memoria de a quien nadie recordará y yo no olvidaré: de quien murió realmente para nada pues nada devuelve la vida, la vida que pudiste tener.

Una televisión ucraniana encuentra a la madre del soldado. Tiene la cama llena de fotografías del hijo perdido. Hay lágrimas y no demasiada pornografía de sentimientos. No entiendo nada, pero ahí se queda, sexagenaria, una bábushka sin el producto de su propia vida, de ese límite de nuestra existencia que, si es absurda, adquiere sentido queriendo ver sobrevivir al que salió de tu vientre.

En otro vídeo, es la cara de un soldado ruso la que se cruza demacrada seguramente antes de morir. Pensé que tenía la misma cara a falta de un cigarrillo como último punto de conexión con la existencia y las emociones. Pienso: es abrumadora la abundancia de capturas y reproducciones de hombres en combate real, escombros, cadáveres, cráteres y humo y cada vez mayor la dificultad para quedarse con todo el dolor y la tragedia.

Quizá hasta que le vi con el cigarrillo en la boca rumiando cómo despreciar a sus asesinos demostrando que nada ha cambiado en su voluntad y en sus creencias. Sin mover un párpado: slava ucraini, gilipollas.

Los cohetes que inundaron Bagdad aparecían en un negro absoluto con llamaradas de una resolución pobrísima durante el año 91. Sólo tenían alguna voz de la CNN y sólo existía un sitio donde verlo si te tomabas la molestia. No se veían muertos, y no se verían hasta que llegaron los drones que registran el éxito de las bombas a distancia, pero tenía más dramatismo y mucho menos predicamento para ser llamada la guerra retrasmitida. Aunque se dijo.

¿No cuentan que no fue hasta la guerra de Crimea, la del siglo XIX, momento en que apareció la prensa alimentada por el telégrafo, cuando la guerra dejó de ser materia de héroes y mitos de la patria para ser sangre, mutilación y muerte?

Los drones ucranianos y rusos, sobre todo ucranianos, sobrevuelan el campo de batalla y parecen esmerarse en rodar cada asalto al nivel de cualquier relato de cine: a veces parece que la grabación de vídeo desde los tanques, los aviones no tripulados, los soldados de a pie con sus cámaras en el casco han sido diseñados para el montaje posterior, es un falso directo multicámara.

Propaganda o no (sí, propaganda, siempre es propaganda), hay una fracción de la guerra relatada con imagen de combate real y editada y post-producida como cualquier spot de publicidad. Las músicas que acompañan, ruidosas a la manera de la música popular de hoy, están pensadas para engrandecer el heroísmo y el efecto de la acción de quienes han montado las imágenes: más riqueza de detalle que cualquier momento de las guerras de Irak o Afganistán, pero quizá más distancia al cobrar todo una estética de videojuego de combate y serie de comandos que, de puro reconocible, parece sin embargo la única manera de contar los cantares de gesta de hoy de forma que pueda entenderse por el espectador del presente. ¿Y si las aspiraciones estéticas de la Canción de Roldán fueran, en su tiempo, un relato igual de frívolo?.

No dejo de ver, junto a las banderitas rusas que les acompañan como una pantalla de un juego electrónico, unos tipos que van a morir metidos en un cráter de una bomba anterior. El asombro de ver caer un proyectil desde un drone y que entre con toda precisión por la escotilla de un carro de combate y que deje a la vista un humo blanco que sabes que ha achicharrado a quienes estuvieran dentro, no me queda oculto en la narrativa y la música de lo que parece ser presentado sólo como victoria y no muerte.

Regresa la calidez a las tardes del Mediterráneo. Paseo por una calle insulsa en busca de dónde recoger un pequeño envío y detecto una bábushka vestida con aspecto inevitablemente rural sentada en un banco en silencio. Mirando. Sólo mirando. ¿De dónde salió? Sólo ha podido salir de la guerra, no es una visitante veraniega, ni alguien adaptado a una vida urbanita ni mucho menos a la vida de balneario de paella y sangría. Me pregunto si me sentaría a su lado a interrogarla: qué fue de ti, por qué aquí.

Cada automóvil que me cruzo con matrícula ucraniana en estos atardeceres cálidos es un vehículo de dinero. Pueblan el supermercado. Aquí hay una calle Rusia, una calle Ucrania, pero sólo banderas azules y amarillas en alguna terraza y, aunque no sabes bien si lo que se habla por unas cuantas mujeres en chándal de ir al súper es ruso de Ucrania o, simplemente, ruso, sabes que quien se identifica con Moscú no tiene visibilidad. Quizá no se atrevan.

Esos ojos y ese cigarrillo siguen mirándome. El BMW ucraniano gira a la izquierda en una rotonda y lleva dentro un tipo que es evidente que vive con toda opulencia. Él acá, el otro muriendo allá. Piensas que al terminar la guerra alguien debería preguntar dónde estabas tú mientras nos enterraban. Pero lo mismo es quien se ha traído a la bábushka y la ha salvado de algo peor. Unos vivirán alguna forma de gloria de Ucrania cuando la guerra termine y otros murieron queriendo buscarla y nadie les devolverá nada.

No hay forma de conciliar (¿debo mejor decir soportar?) dos realidades paralelas como son la de la defensa de un agresor -cruel, pero sus soldados son herramientas mecidas por la Historia- y la inutilidad del heroísmo. Junto con la sospecha moral hacia quien eligió vivir a toda costa y beneficiarse del que empuñó el fusil, al que no puedes atreverte a juzgar por mucha rabia que sientas.

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