Mientras Eduardo Prádanos se apresura a comprar todas las entradas que puede de la gira final de Extremoduro, Antonio Ortiz me enseña en su correo semanal que la canción sublime se llama La vereda de la puerta de atrás. Yo lo ignoro todo. Las brumas de la memoria me reconocen la existencia de un nombre ingenioso para un grupo musical (ey, antes no decíamos banda) que no podía encontrar una forma más perfecta de explicar su género y su procedencia.
La narrativa de Antonio se muestra correcta en algo que yo también valoro casi de una forma extrema, y más en las circunstancias del rock and roll hecho en español, que siempre estuvo muy al borde de parecer como si Jimmy Page hubiera querido componer sevillanas: letras literaria y sintácticamente bien construidas y que están para algo más que ser gritadas. Sonido sólido que no parece copiado o aprendido, sino con el que has crecido y has sentido.
Mi curiosidad por indagar por qué reacciona así gente a la que le respeto el gusto reside en explicarme por qué yo ya no puedo conectar con la emoción de quienes recuperan a un artista o artistas que tiene sentido en sus vidas. ¿Qué me interesaba a mi durante el final de los ochenta y los años noventa por el cuál no presté un segundo de atención a algo y alguienes que, en el final de los setenta y en el amanecer de los ochenta, hubiéramos saludado con grandes copas elevadas al horizonte diciéndonos que existía una expresión musical contemporánea que no parecía un entretenimiento de domingo de aprendices?
Tiene que haber argumentos estéticos por un lado. Recuerdo que estaba entonces interesado en que no hubiera un solo cedé de Ella Fitzgerald, John Coltrane y de los años de la Capitol de Frank Sinatra que no estuviera en mi colección. Y que probablemente estaba acumulando a Philip Glass. Que estaba obsesionado por dejar leídos todos los clásicos de la literatura castellana y del boom latinoamericano con minuciosidad extrema, incluyendo opúsculos y rarezas como un epílogo que encontré en Chile de la mujer de José Donoso a su historia personal, sí, del boom. O la versión en inglés – pues no había en español – de la venganza literaria de la Tía Julia de Mario que tenía editada en una especie de folletito una universidad americana. Por cierto, ¿quién era yo entonces?.
Supongo que de eso va toda esta disquisición. Teniendo en cuenta que nunca sentí fascinación por Leño y Rosendo, más allá de la épica de barrio del país deprimido de los setenta, es decir para consumirlos en artículo de cuando los periódicos eran periódicos, no es anormal que Extremoduro me generara indiferencia hacia la aproximación. Debe ser eso: era otro al que soy hoy y que si me siento a escribir cinco párrafos es por tomar consciencia de la dimensión de cuánto puedo mirar atrás en busca de preguntas sobre mi mismo.