
Mi maleta llegó con un día de retraso de Cali. Las cremalleras que la cerraban están abiertas de una forma incomprensible (rotas, en román paladino). Y desconozco si la podré volver a cerrar. En el exterior, encuentro todo un detalle de la administración tributaria española que, puede ser, ha inspeccionado mis calzoncillos y calcetines. En el interior, una cortesía del gobierno colombiano en la que se me advierte de que todo el proceso de evaluar el contenido de mi equipaje se ha hecho con una cámara de vídeo supongo que para evitar sorpresas. O robos.
Los detalles curiosos son dos. Un paquete de café de obsequio lleva dos minúsculos agujeros que permiten evaluar aroma y textura (casi de milagro esto último), lo que lleva a preguntarse para qué tanto perro antidrogas. Ya el funcionario que revisó mi maleta de mano se dedicó a oler la cartera donde llevo mi computadora (ojalá le haya apestado) en medio de una conversación de manual de seguridad en la que aparentemente simulan ser simpáticos conmigo para ver si me pongo nervioso. Como todo el nivel sea éste, estoy por estudiar mi futuro como traficante.
El segundo detalle curioso es que vengo con más cosas que las que yo empaqué en la maleta. Una bolsa plástica con varios frascos de desodorante femenino ocupaban un sitio que yo – y espero que se den cuenta de la lógica del asunto viajando solo – no podía haber incluido. Está grabado en vídeo, se supone, pero uno no puede evitar preguntarse si en caso de que hayan encontrado una substancia perseguida no se confundan igualmente de maleta.
La insoportable guerra contra las drogas destroza tu intimidad y tu seguridad. Es incompresible que alguien quiera continuar con el prohibicionismo. De paso, podrán revitalizar la industria del entretenimiento, que con la misma perspectiva que ahora tienen los años de la ley seca permitirán entender todo este disparate.
En caso de novedad, dicen, póngase en contacto con la aerolínea. Que les den a todos.