Hyatt

El lujo tiene un nivel inevitable de escasez – esa palabra tan elitista que suele emplearse: exclusividad – y un componente de placer estético que implica unas dosis de paz interior. La primera implica dinero, al menos la cobertura de costes y el extra del monopolio implícito de lo excepcional, la segunda supone disponer de una sensibilidad para el objeto del lujo.

El precio de una noche en el Park Hyatt de Tokyo es evidente que cubre fenómenos de escasez: cuarenta y cinco metros cuadrados en un país donde a veces no hay sitio para las maletas en las habitaciones de los hoteles, empieza a marcar un espacio. Que todas las habitaciones se encuentren por encima de una planta 45 y  la vista pueda, en los días claros, ver el monte Fuji, añade otro factor.

Es la contemplación permanente de esa vista, en el dormitorio, la inmensa piscina en un piso 47, los restaurantes y bares lo que empieza a incidir en la consecución de la paz interior. Te encierras en una burbuja que convierte la ciudad en un mecano contemplativo (autorizo al lector a utilizar, no sé si incorrectamente, la palabra zen), los pasillos son largos y anchísimos sólo con el rumor lejano del aire acondicionado: con su luz baja, recuerdan el cine de Kubrick y sus silencios con respiración de fondo en 2001 o El Resplandor.

Si en Lost in Translation el aislamiento del hotel es una especie de retiro de un mundo hostil, para este pasajero es la sublimación del mundo exterior. La elegancia, técnica y caballerosidad esperable del mundo de la aristocracia británica puesta en palabras de Waugh es lo que ofrece un servicio milimétrico y la presencia de todas las comodidades posibles: el tacto de las toallas, las sales de baño, los puntos de luz, la selección de jazz para tu reproductor personal. Pequeña digresión: en Japón, el jazz suena por todas partes. Un centro comercial no te matará con una canción del verano, es más probable que Stéphane Grapelli suene y te sientas feliz sin saber por qué.

De la tetera al papel que envuelve la ropa que devuelven de la lavandería, eso que llamamos minimalismo japonés y que no es otra cosa que la delicadeza expuesta en la expresión más simplifiada posible, termina el escenario. La vida, de vez en cuando, bien merece darse un lujo.

Coda: El Park Hyatt de Tokyo se ha convertido en un mito pop. De esas cosas que hace el cine. El público que – raramente-  te encuentras en el pasillo, es extraordinariamente joven para el precio de la habitación y con un aspecto que recuerda demasiado a actitudes culturetas, jóvenes talentos de la industria de la moda o la publicidad y una cierta falta de humildad que vamos a atribuir a la borrachera de juventud con dinero, sea súbito o antiguo. Pero, después de todo, si se decidió subir hasta lo alto en una noche, fue precisamente por eso, para rememorar un momento del cine: tanto como buscar las huellas de manos de Hollywood Boulevard o darte una vuelta por Monument Valley en busca de John Ford. Como cabía esperar, escribí por whatsapp – esto es el mundo moderno, impensable en las crónicas de viajes clásicas que sólo me puede preocupar a mi, de las últimas generaciones en conocer un mundo desconectado – para decir a ese grupo de amigos «¿saben qué? estoy en lo alto del Park Hyatt justo donde Bill Murray se toma un güisqui y delante de una cantante de jazz que no, que no es la que Murray se lleva a la habituación». A los habituales mensajes de envidia, se sumó el detalle épico que la máquina de sueños cinemtográficos deja como secuela (las novelas, también) en las mentes humanas: «la escena cuando Bill le dice a Scarlett cómo cambió su vida en el momento en que nació su primer hijo: «nunca volverás a ver la vida de la misma manera»». Era, por supuesto, una madre. El atardecer a tus pies por encima del resto de rascacielos que te rodean, con respeto y salvando las distancias, te hace también ver la vida de otra manera.

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