Yo opino diferente

Ernesto «Che» Guevara se despidió de su compañero de armas, Fidel Castro Ruz, con una carta que éste último hizo pública a pesar de que el primero no lo deseaba. Las últimas líneas contienen el clásico «Hasta la victoria siempre, ¡Patria o Muerte!».

He tenido amigos cubanos autoexiliados que me relataban como en su infancia de pioneros tenían que aprenderse esta carta de memoria. Me han relatado cómo el ingenio callejero que tanto celebramos del Caribe convertía el clásico lema patria-o-muerte en un chiste de obvio tinte contrarrevolucionario: Patria o muerte… ¿dónde está la contradicción?. Si non e vero, e ben trovato.

Les encabezo esto diciendo que yo opino diferente. Esencialmente, es un título entre absurdo y egocéntrico: a quién le importa lo que usted opine, querido amigo. O, no me diga que tiene una opinión, porque yo tengo otra. Añadamos un quién es usted para que su opinión tenga que tomarse en serio. También sé que, mientras no aporte datos, estoy legitimado a tener una. Opino diferente porque, sin querer atribuirme ningún heroísmo, opino en contra de la corriente.

Si alguien lo ha hecho antes, lo ignoro. Pero en mis metódicas y largas lecturas sobre la revolución cubana es justo un párrafo de esta carta el que más vivamente ha conformado ciertos elementos de mi explicación del mundo. O, mejor dicho, de mis respuestas a cosas que pasan en el mundo. Ernesto Guevara escribe: «Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena; me alegro que así sea. Que no pido nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse

En dos sencillas frases, ha quedado resumido todo un pensamiento de lo que se espera de la organización social, si me permiten la expresión. En primer lugar, el rechazo a la propiedad y la, para mi desasosegante circunstancia, de que no existe nada propio, más allá de consideraciones budistas o místicas hacia el apego a lo material. Precisamente, mientras esto sea una opción y no obligatorio, es una perfecta posición filosófica. La segunda es la que me interesará ahora: el Estado te dará para vivir y educarte.

Una primera lectura de yo opino diferente tiene una mirada crítica fácil, mucho más desde una eventual trinchera libertaria en la que pueda caer un servidor aunque sea sin querer: la sumisión del individuo, una forma de servidumbre, a la voluntad de un ente aparentemente anónimo que toma decisiones por ti, se supone que por tu bien y que te da paz absoluta ante el riesgo de la vida.

Digo aparentemente anónimo porque el estado no es anónimo. Tiene unos ocupantes, aunque sean temporales, temporales por fallecimiento repentino (Fidel Castro, sin ir más lejos) o porque son escrupulosamente apartados por un proceso ordenado, racional y hasta democrático como en el caso de Mariano Rajoy. Los ocupantes, oh desgracia de la humanidad, tienen ideas propias, preferencias, distorsiones de la percepción, creencias y momentos de debilidad distintos al mío, el tuyo y el de más allá. Incluso su cuota propia, como usted o yo, de propensión al abuso de poder. Es decir, son ellos los que interpretan, con los contrapesos que se quiera, qué tendrían que hacer para darte de vivir y educarte. Y sólo ellos pueden abusar de su poder, porque lo tienen. Detalle trascendente.

Esto que digo será, seguramente, la objeción evidente que plantearán muchas personas al punto donde llegaré con este yo opino diferente. Que dado el suficiente nivel de transparencia, organización democrática, revisiones por poderes alternativos, etcétera, el proceso tendrá un grado de consenso y acuerdo social como para que no sea una relación entre señor feudal y súbditos. Aquí es importante señalar que, quienes se van a inclinar por este punto de vista, por otro lado necesario, deben no olvidar que la mayoría concebida como eje de la toma de decisiones democrática tiene el límite de no abusar de las minorías: eso tan viejo de que “La Democracia son dos lobos y una oveja votando sobre qué se va a comer. La Libertad es la oveja, armada, impugnando el resultado».

Decía que la frase me marcó para observar mi interpretación del mundo precisamente porque la interpreto como la idea esencial, subyacente, ambicionada y esperada en el subconsciente mayoritario de los compatriotas míos: la gente con la que comparto pasaporte. Si no creen que todo (todo su medio de vida, toda su educación) debe ser una garantía estatal, al menos sí esperan que lo sea como regla de principio o, lo que me temo, cuando les conviene. Me crié escuchando a mi abuela revolucionaria, víctima del horror, cantando la tierra será el paraíso, la patria de la humanidad, corolario de la misma fe, creencia o aspiración: la de que alguien sabrá complacernos a todos sin asomo de desequilibrio, desigualdad o infelicidad.

Diré de partida que, si no es evidencia se le parece mucho, no tengo más remedio que aceptar -frente a mis querencias más íntimas- la sentencia de que los impuestos son el precio de la civilización. O la de que, asegurar la sanidad universal o algo similar si la palabra universal es demasiado ambiciosa, es una buena idea porque ¿es un derecho? ¿o porque beneficia al conjunto en la creación de un entorno seguro para perseguir tu propia felicidad en ese espacio de aventura interior que es la existencia y donde esa actuación del leviatán-estado debiera tener como misión crear las bases para poder prosperar?. Un ejemplo simplificado: si el estado vacuna a todos, todos podremos volver a comerciar. Seguro que esta afirmación será detestada por muchos y tiene argumentaciones y detalles para horas de debate, pero el mero hecho de poder debatir si esto es un derecho o un acuerdo práctico para perseguir nuestros otros derechos, ya es una forma de yo opino diferente. Como el hecho de si quienes tienen que inyectar la vacuna deben ser personas a sueldo del estado o, más aún, a sueldo del estado toda su vida.

Esta discusión tiene una enorme complejidad. Y tiene décadas de debate intelectual y académico además de una pléyade de piedras arrojadas, hasta reales, entre personas que una vez en el sofá de su casa son personas pacíficas y por momentos hasta razonables. Yo opino que si de mi esfuerzo personal por perseguir mi bienestar y felicidad una fuerza coactiva me arrebata parte de lo obtenido en nombre de las bases de la civilización (y esto no lo digo con ironía, sino asumiendo que el hombre es también un lobo para el hombre) tiene una formidable obligación de justificarme el cuánto, el para qué y el cómo lo va a hacer. Más aún, tiene la inevitable obligación de modificar y hasta renunciar a hacer aquello que hace moderadamente mal o muy mal y dejarme que lo resuelva yo, que lo puedo hacer mal, pero con mis propios criterios de preferencia por el gasto y mis sensaciones de lo que es satisfacción. Aquí no estoy considerando, aún, quién paga en el caso de que uno no tenga bastante para hacerlo.

Tomo esta observación personal. La sanidad española cubre, según nos dicen, a todo el mundo. Sin preguntas: usted pasa por la puerta y se cae, le escayolan y nadie le pasa una factura. Perfecto. No es administrativamente así, pero tiene una aproximación práctica similar. Para proporcionar los recursos de todo eso, el estado construye y mantiene instalaciones sanitarias, contrata personal médico con sistemas de exigencia de mérito más finos o menos finos, y asegura recursos operacionales para hacer todo eso. El problema es que las necesidades médicas terminan siendo, si no infinitas, sí extremadamente complejas y crecientes en el tiempo por multitud de razones. Seguramente desde las más obvias como el que al aumentar la longevidad aumentan las enfermedades, como porque la libre disposición del servicio hace que las personas no discriminen entre lo importante, lo urgente y lo necesario o porque, constantemente, la ciencia mejora y adaptarse a nuevos tratamientos y tecnologías genera nuevas formas de… sí, alargar la vida.

Al final, el estado que va a darnos todo lo que necesitamos, tiene que tomar decisiones. Que nos afectan. Con sus criterios. Puesto que los recursos son escasos por definición y las necesidades infinitas porque así lo sentimos, existe la necesidad de racionar la escasez. El mercado lo hace fijando precios, incluso cuando la competencia está adulterada y existen monopolios impuestos (la televisión pública española, era eso). El estado sólo puede hacerlo creando listas de espera, reduciendo el tiempo por consulta, limitando las prestaciones no pagadas (sí, la salud bucal es privada) y controlando el sueldo de su personal médico. Al racionarlo, otros dirán que genera equidad, pues si alguien no tiene con el racionamiento basado en precio, lo tendrá con los rudimentos de lo que el estado tenga.

Los mismos médicos que, por la mañana, atienden al público que acude gratuitamente, por la tarde acuden a una consulta privada en la que mejoran sus emolumentos. Es decir, el médico aspira a tener mejor vida en su definición de mejor vida que implica una elección propia de cómo repartir renta y ocio. No la del estado, la suya. Si ganara todo lo que aspira a ganar y por su mérito alcanza, no trabajará más horas pudiéndolas dedicar a otros intereses y satisfacciones. Yo, por ejemplo, cuando no trabajo, cocino.

De la misma forma, hay personas que están dispuestas, porque pueden y porque quieren, a pagar un sobreprecio para complementar la sanidad gratuita. En nuestra experiencia cotidiana, en general si el médico es el mismo, reducimos el tiempo de espera y, a lo mejor sólo lo creemos, tenemos una atención más personalizada. Frente a la alternativa gratuita, o que ya has pagado de otra forma (sí, impuestos), eliges gastar lo que podrías no gastar y, a su vez, adquirir control sobre algo que afecta a tu vida: cambiar de médico, de seguro, cuestionar el balance entre precio y valor, buscar el que tú crees mejor médico u hospital para tu problema. Después de todo, es tu cáncer, tus muelas o tu hernia y tu miedo a la muerte o la incapacidad. Quieres poder hacer algo.

Sobre esta argumentación cualquiera puede hacer con mucho o poco sentido objeciones éticas o, mejor aún, razonando en términos de subóptimos. Es decir: el resultado no es óptimo, pero es un subóptimo menos malo que el posible subóptimo de la asignación total por el mercado. Es una discusión de horas, semanas, meses y años. Puede que, simplemente, no tenga solución. O, como las ecuaciones cuadráticas o cúbicas, que tengan más de una solución. Dependiendo del momento. O las circunstancias. O lo que sea.

Nuestro estado protector recauda cantidades que, dependiendo del año, etc. etc. superan el 40% de todo lo que se produce. En otros países más. Consolarse diciendo que el tuyo sólo es el cuarenta, cuando otros son el cincuenta y cinco, no puede ocultar el hecho básico: en determinadas economías modernas con altas prestaciones sociales los gobiernos recaudan prácticamente una de cada dos unidades monetarias que, esencialmente, miden el valor de la producción. Creo que nunca nos detenemos a pensar esto: una de cada dos. La mitad. Para recaudar la mitad, la mayoría correspondiente ha decidido que es justo e igualitario que unos paguen más que otros. Es contradictorio, pero se defenderá como justo. Esos que pagan más pueden ver como también, a partir de un nivel de renta, deben aportar una de cada dos unidades que ganan y pagar el coste de la maraña de abogados y asesores fiscales que supone ver en cuánto puede reducirse tus obligaciones sin incurrir en multas o condenas precisamente para tomar decisiones sobre tu vida. Importante detalle: lo que los sueños de todos hacen, que es imaginar qué haríamos con tanto dinero si nos toca la lotería y tenemos planes para ello, entra en contradicción con el argumento de que ya tiene bastante con lo que tiene y poco menos que se aguante. El que tiene más también tiene planes y no es un criminal por tener más.

Este escenario se complementa como en el caso expuesto de mi observación personal de la sanidad universal y gratuita: que el estado protector falta a su promesa, pues no puede resolver la sanidad con el nivel de calidad y prestaciones que el ansia infinita de búsqueda de la solución que te afecta (¿se atreven a llamarla egoísta?) requiere. O falta a su promesa cuando te prometió a los 26 años que tu cotización obligatoria te garantizaría una pensión determinada y por el camino deciden los ocupantes temporales del estado modificar las condiciones para obtenerla y la cantidad a recibir para algo tan trascendente como tu vejez. La vejez no son los años, es la pérdida de facultades, lo que afecta a tu capacidad de resolver por ti mismo tu bienestar y prosperidad. La obligatoriedad administrada por las conveniencia del ocupante temporal del estado, impide tu control de eso esencial de tu vida. Si ganas más que los demás, puedes construir una alternativa (con riesgo, es cierto), pero si estás sometido al régimen obligatorio estás a la merced de la competencia técnica y los criterios de administración de una macro estructura de técnicos, funcionarios y políticos que, usualmente, suelen subirse el sueldo mientras no se atreven a decirte que tu pensión es impagable.

Los sabios estados europeos llevan años percibiendo la decadencia de su entorno tecnológico y lo intentan solucionar con cientos de programas públicos, legislativos y de fondos que subvencionan empresas privadas, para competir con las grandes empresas norteamericanas y chinas. No se han visto resultados y las pocas empresas que han alcanzado dimensión como para influir en determinados sectores, se han marchado de Europa. Hay gente que vive de solicitar este tipo de dinero. Hay funcionarios cuya existencia se dedica a mover los papeles de todas esas ayudas, controles y subvenciones. Y fracasan: no tenemos el vibrante entorno tecnológico prometido.

Yo opino diferente. Opino que, vayas donde vayas, el conflicto entre buenas intenciones y resultados de la idea primaria de que es el estado el que debe resolver ese anhelo que siempre quedará expresado de forma bella y emocionante en las palabras de un revolucionario, una angustia que proviene de nuestro miedo a la incertidumbre y al evidente fuste torcido de la humanidad, se resuelve primordialmente defraudando en el resultado y frustrando expectativas. Más aún, reduciendo las opciones de que los individuos las resuelvan por sí mismos.

El estatista cree que es porque no se recauda suficiente dinero. El estatista cree que es porque no se han molestado en hacer servicios de calidad. No importa para el estatista que pasen las décadas y los problemas de calidad, mala asignación de recursos por nuestro bien (aeropuertos vacíos, teatros más grandes que las localidades donde se ubican) persistan. El estatista cree que el estado tiene que darte de vivir. El estatista cree que hay una respuesta al fracaso del estado y es no creer lo bastante en él, al igual que el creyente en dios considera que la contradicción entre un mundo repleto de peligros y desgracias creado por ese ser omnipotente y bondadoso que dice amarnos y que llaman dios se resuelve rezando lo bastante.

Benito Arruñada sostiene que el estatista es un tipo con un abrelatas que cree que podrá resolver todo este fracaso con otra ley u otro ministerio. «Lo razonable es buscar la complementariedad del mercado y el estado, identificar y explotar sus ventajas comparativas. Entre nosotros, eso requiere, como primer paso, abandonar el idealismo estatista y prescindir de trampas semánticas y argumentales que esconden el favoritismo apriorístico y automático —puede que hasta instintivo—, de casi todos nuestros caballeros por el peor intervencionismo, el que nos ha llevado a acumular tanta burocracia inútil» , sostiene.

«Che» Guevara era un idealista estatista. Suena a exculpatorio de su trayectoria política y revolucionaria (depende de quién sea el muerto, eres revolucionario o criminal), pero es únicamente una descripción de un arquetipo de pensamiento.

Rubén Doblas Gundersen, conocido normalmente como El Rubius, ha sido criticado, linchado y denostado porque, parece ser, ha decidido perseguir sus intereses (legítimos), empleando las libertades que normalmente suelen llamar derechos (el libre desplazamiento) para ubicar su vida y residencia y planificar lo que han de ser los planes para usar su dinero como él cree mejor y sin violar una sola ley. Pero el estatista cree que su éxito se debe a ellos y no a su mérito, cree que si fue a un colegio estatal o ha disfrutado de sanidad pública en algún momento de su vida debe devolver ese ¿trato de favor? pagando lo que ellos creen que debe pagar, pues no les basta con que pague algo, él tiene que poner más aún. El estatista cree que sus prestaciones por debajo de las expectativas deben mantenerse e incrementarse sin juicio alguno por el resultado. Y que sean soportadas por cargas a ciudadanos concretos.

Para un inspector de hacienda, el problema consiste en que si nos creemos que el estado de bienestar que disfrutamos se puede mantener con tipos impositivos del 10%, los que presuntamente Rubén Doblas aspira a pagar. Un inspector de hacienda siempre tiene cinco mil argumentos basados en leyes que han escrito ellos mismos para someterte a su razón. Lo que no dice es que las prestaciones no parecen aumentar, ni siquiera mejorar en calidad percibida, pero por el contrario la deuda pública para pagarlo no cesa de crecer trasladando el coste de prestar servicios hoy a nuevas generaciones que se verán obligatoriamente condicionadas a que les aseguren que tendrán todo lo que necesitan para vivir aunque, como pasa con las pensiones, sea falso: que la prestación se reduce. Que el mundo de las bellas intenciones, sean ecológicas o materiales, no es alcanzable por la mera existencia del artefacto de la tecno-estructura estatal.

Por supuesto, los gestores de la deuda dicen conocer mejor que los generadores de la renta que la paga cómo devolver la deuda: le pediré más de lo que usted tiene cuando me convenga y me endeudaré más porque puedo. Ni una sombra de pensar que, a lo mejor, puede dejar de hacer cosas. Ni una pregunta en cómo resuelven hacer más con menos. Todo ello a pesar de que eso va en interés de quien paga y dicen defender, de quien les paga el sueldo y para quien sería su derecho más legítimo: dejarle más capacidad para perseguir sus sueños con los recursos que genera.

Hay textos periodísticos en los que se esconde una velada amenaza del estado a quien ha tomado la decisión de abjurar de la promesa que le hacen mientras vive una vida que sólo puede vivir él, aunque no sea del gusto de quienes le siguen o ven los anuncios con los que se sostiene su talento como entretenedor. Eduardo Punset, ya fallecido, dejó dicho y creo que sólo yo conservo el texto encontrable en la red: «¿Estamos dispuestos a aceptar lo innegable: que el Estado y el ciudadano no son iguales ante la ley, que lo peor que le puede ocurrir a uno es tener al Estado en contra, aunque sea por error y durante un rato? La culpa no es de un personaje atrabiliario o de un partido político anticuado. Es de todos, los de ahora y los que los precedieron modulando un Estado blindado y mil veces privilegiado con relación al ciudadano

Arruñada toma una postura final que tiene que ver con el contexto. Es decir, como decíamos más arriba, hay más de una solución al mismo problema y tendrá que ver con el signo de la ecuación. Dice: ¿Estoy cargando las tintas con los estatistas? Por supuesto. Escribo desde y para España, donde son una mayoría tan aplastante que ni se percatan de ello, y donde algunos hasta se creen liberales.

Yo, como los señores anteriores, opino diferente: que es el momento de retirarle el exceso de privilegios al estado. El exceso de poder normativo que le permite crear reglas a su medida para ocultar su fracaso recaudatorio y de prestaciones. Yo opino diferente porque defiendo que su misión es crear condiciones para la prosperidad apoyándose en la acción humana, en permitir la persecución del legítimo interés de cada individuo. Yo opino diferente al pensar que es hora de devolverle a la sociedad lo que puede decidir mejor que una capa de cargos electos buscando su propia supervivencia como políticos y que, curiosamente, suelen proceder de las oposiciones a funcionario del estado. Que la idea religiosa de provisión de medios y vida debe cambiar de aspiración para aprender a cómo poder asistir en la desgracia (al impedido, al caído, al desposeído) logrando reducir el número de afectados y el retorno a su vida normal: esa en la que toma sus propias decisiones eligiendo entre las opciones realmente disponibles, no las que otro decide en tu nombre.

La mitología política creó un triunvirato aspiracional que pervive fácilmente en los corazones de los hombres de bien: libertad, igualdad, fraternidad. Isaiah Berlin nos proponía que advirtiésemos la incompatibilidad de realización plena de esos fines entre sí. Es decir: la igualdad total acabaría, por ejemplo, con la libertad. O por ser todos iguales, no seríamos tan fraternos si alguien necesitara más que otro. En otras palabras, hay que elegir un subóptimo de los tres. Yo opino diferente: elijo que debe primar la libertad sobre la igualdad y la fraternidad, porque generará el menos malo de los subóptimos. Siempre es más fácil predicar que dar trigo: también es más fácil elegir subóptimo que optimizarlo.

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