Te llueve en la vida

Se muere Antonio Caballero. Quién lo iba a decir. Descubrí tarde que recorría la Séptima Avenida de Bogotá como yo la hubiera recorrido de no ser porque miraba de reojo, no fuera que alguien se diera cuenta de que yo era un bobo extranjero dando papaya con mi habladito español. «Sin Remedio» es la Divina Comedia de Bogotá y la conversión del coronel Aureliano Buendía en un coronel de verdad, realista y no de magia. Si sólo fuera capaz de escribir un libro como «Sin Remedio»…

A los muertos se les llora. Hay quien los denigra. Pero, sobre todo, a Antonio Caballero se le llora. Descubrí muy tardíamente que el columnista más reputado de Colombia había sido amigo de Juan Tomás de Salas, el dueño de Cambio16, y que eso le llevó a pasar mucho tiempo en España. O que, curiosamente, ya estuvo de muy joven: como mi papá y el doctor Piernavieja, estudió en el Ramiro de Maeztu. En la calle Serrano, que es más o menos una equivalencia de la Séptima Avenida.

En las lágrimas del luto se describen los imperativos éticos de Caballero: cuando la revista Semana es tomada al asalto por una periodista sin la calma ni el talento literario de Caballero como es Vicky Dávila, él se marcha a otro lado. Dávila es una señora que parece designada para dar mayor gloria a un ex-presidente al que (dice él) le engañaban los soldados cuando disfrazaban a inocentes con botas de culpable: los mataban para aumentar con pluses la paga. Se van más y él es de los que se van sin que nadie se lo pida.

Daniel Coronell señala que Caballero abandona sin indemnización ni tiene paga para cubrir sus gastos del mes siguiente. Y que decide volver a empezar a los setenta y cinco años. ¿Han podido Los Danieles repartir nóminas con sus tejas? Me alegraría. Doblemente, porque es probable que Caballero ya estuviera realmente enfermo y porque el medio del despecho (buen despecho) pueda mantener vivos a sus autores.

Es en esa conversación social (es decir, en el ruido y el furor de las presuntas redes sociales), donde alguien comenta, al respecto de la toma del poder de la vieja Semana y las dificultades de un cierto periodismo de calidad y prestigio, que todo eso se hace por un simple negocio. Me revuelvo en la silla: no creo yo que haya negocio simple.

Un viejo chiste cuenta que un hombre con estudios se reencuentra, años después de la escuela, con el compañero de pocas luces. Siempre hay un compañero de colegio de pocas luces. Se ha hecho millonario y tiene asombrado al ex alumno brillante, quien le pregunta por la clave de su éxito: «te asombraría lo que se puede ganar comprando a dos y vendiendo a tres.»

Es extraordinariamente simple la idea, pero extremadamente sacrificada y necesitada de ciertos elementos de azar en forma de viento de cola como para que, la parte compleja, eso de ¿y cómo hace usted para vender a tres lo que vale dos?, se haga realidad. Si un negocio fuera simple, Coronell no diría con admiración que Caballero se marchó a volver a empezar a los setenta y cinco: la incertidumbre es simple por definición, no se sabe lo que puede pasar más allá de nuestras ponderaciones interiores sobre el qué será de mi.

Si un negocio fuera simple, Los Danieles no implorarían por donantes. Si un negocio fuera simple, yo estaría aquí sentado escribiendo todas las tardes a escondidas en vez de tratar de convencer a bancos de que tengo un algoritmo que hace virguerías con sus datos. Probablemente, si un negocio fuera simple, no hubieran encontrado excusa para sentar a Vicky Dávila en Semana y eso, aunque no guste a tantos, siempre es una razón de peso para quien sea el patrón. El mundo es un poco más feo, pero tiene remedio como han demostrado marchándose con el viento a otra parte. O con la belleza a otra parte.

Suele ser materia de poetas y románticos olvidar que la poesía y el romance sólo viven cuando se ingresan tres y únicamente salen dos. Yo creo que todos siempre hemos detestado al artista borracho incomprendido que no puede vivir de su obra, pero al que pedimos que ponga algo de su parte. Es otro poeta el que en rutilante castellano dejó advertido: «Todo necio confunde valor y precio». Sí, las bellas columnas tienen un valor incalculable, pero no todo el mundo quiere pagar por ellas.

¿Simple? Tengo que recordar, claro, la fábrica de alfileres de Adam Smith y la sofisticada manera en que el comercio y la división del trabajo dejan un simple alfiler al precio que se puede pagar. Esta veleidad en pro de la mano invisible lo mismo espantaba a Antonio Caballero. Que era el motivo de ponerme a llorar, aunque sólo pude hacerlo porque alguien dijo que un negocio era así de simple.

Cuando despertó, llovía otra vez. En Bogotá llueve toda la vida.

Sin Remedio

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