Parlamento
En la búsqueda de la etimología de la palabra parlamento, me encuentro con referencias al francés, al latín, incluso al traspaso al inglés en forma de institución. No hay duda de la relación entre parlar, hablar, y parlamento. El diccionario de la RAE en su última acepción nos dice que un parlamento es «en una obra de teatro, intervención hablada y de cierta extensión de un acttor», sólo después de contarnos que también es «intervención o discurso que se dirige a una determinada audiencia». Es sinónimo o está relacionado con monólogo -hoy día, una forma de comedia- y soliloquio: escucharte a ti mismo.
Hecho en falta la pretensión de convencer.
Y es paradójico: porque la idea de sentarse a conversar contiene el propósito de hacerse entender y, se espera, el de llegar a un acuerdo. En el viejo sueño de la democracia, ese donde tu me representas y hablas en mi nombre, se esconde la idea de compromiso, el de cumplir la palabra dada tras, precisamente, un parlamento. Un escuchar y rebatir. Compromiso en inglés es un acuerdo negociado: para mi el sentido es el de una renuncia en pro de una solución aceptable, con toda seguridad imperfecta.
«El mundo es un escenario y los hombres y mujeres nada más que intérpretes», ponía negro sobre blanco el buen Shakespeare dejando en evidencia desde hace centurias el estado de impostura permanente de todos nosotros al relacionarse con el resto del mundo. El parlamento de la era de la palabra, del tiempo sin rayos catódicos ni cables de fibra, con los charlatanes mucho más escondidos, podría ser corrupto, pero tenía como misión hablar y la escenografía buscaba la seducción del vis a vis.
El parlamentario de hoy busca su monólogo para la audiencia que no está presente, la audiencia a la que le llegará resumido en un noticiero y en quince segundos de una red de micropelículas repletas de subtítulos. Mensajes cortos, banales, contundentes e irrenunciables. El parlamentario de hoy no parlamenta, en su caso sale a escena a las ordenes del director a repetir la letra estipulada para su personaje. Recorrido que replican los ministros gobernantes que cada día se hacen los encontradizos para repetir la consigna de cada mañana para que sea reiterada como «declaración» y asegurarse de que cada mensaje se repite las suficientes veces como para que sea recordado.
Recuerdo, no razón. La verdad es irrelevante -siendo justos, la verdad no ha tenido grandes defensores, más allá de la apariencia o de la intelectualidad filosófica- en la vida pública de todas las edades. «Que hablen de ti, aunque sea mal» no sé quién dijo ni quién defendió, pero en la era del ruido es mejor que hablen lo que sea con tal de que hablen y se repita. Hablar en voz alta, no que hablen contigo.
No merece extenderse más para concluir lo que parece que tiene sentido concluir: que si la democracia llevada al parlamento tenía como sentido la exposición pública del razonamiento del que discrepa -o te detesta, o del que quiere robar, o del que quiere relevarte- y la palabra como sugestión hacia el que te tiene que escuchar -así te deteste, así te quiera eliminar- en un tiempo donde la exposición es permanente y universal y donde el chisme es el mínimo común denominador de la atención, el parlamento es un artefacto inútil: no sirve para llegar a acuerdos, sólo sirve para declamar. Mal.
Esta puede ser la paradoja: que si la luz, los taquígrafos, el estado de la opinión pública, la conversación y la rendición de cuentas mediante la palabra ha sido el elemento por el que se ha construido -la fe, el mito, la esperanza- de la democracia, pudiera ser que la única forma de cumplir ese esfuerzo por la utopía sea ahora el contrario. Eliminar la proyección en imágenes, suprimir el directo, quitar la palabra para tener más letras, silencio en vez de voces. Cambiar las reglas para generar trazabilidad de las decisiones sin tener que producir un espectáculo.
No está inventado.