Ilusiones, cooperativas y tribus
¿Es inocencia la palabra correcta o debiera serlo ingenuidad? Quizá es buena fe. En todo caso, eres como un tonto. O un infeliz. De más joven pasé de una firma de servicios profesionales a otra. De la primera, en la que eras calificado como arturo, aprendí algo que me ha acompañado durante mucho tiempo y que sólo parecía creer yo, a excepción probablemente de los verdaderos propietarios, que sí mostraban visos de tomarlo en serio: que no eras dueño de nada, sólo el vigilante de una idea. Al llegar a la segunda firma, me chocó precisamente que la posición de guardianes de una idea no fuera el modo de pensar lo que condujo a desatar mi instinto rebelde, tan propio de mi, tan poco práctico. El imaginario era, precisamente, el opuesto: esto es mío, jódete.
La vigilancia de la idea consistía sucintamente en la creación de un espacio meritocrático donde, los que llegaban a la cumbre (aquí cumbre tenía todos los sentidos y no todos podían llegar), hacían de garantes de que las siguientes cohortes mantuvieran el mismo espacio de crecimiento personal (y económico) conservando valores y patrimonio. Esa ausencia de propiedad real se reflejaba en la cómoda jubilación, más o menos forzada, que era inevitable a partir de cierta edad y que, por consiguiente, dejaba espacio para nuevos partícipes de la cumbre. Es bien verdad que en la parte que me tocó conocer, había ciertas tendencias a la histeria jerárquica, el estajanovismo peor entendido de lo que ya puede por sí mismo ser, algunas dosis de machismo de procedencia religiosa (seguramente, local), el triunfo parcial de la inteligencia no creativa pero sí política y algunos otros males tan frecuentes en la especie humana.
Nostalgia de la mesa redonda
Lo interesante del día de hoy es que la gran casa de los caballeros artúricos desapareció en un derrumbe que, parece ser ahora, el caso Enron no fué más que una puntilla evitable. Evitable porque, cuenta uno de los viejos socios, fué la división de la práctica de consultoría de sus ramas clásicas de fiscal y auditoría la que supuso la pérdida de valores que terminó con la identidad real de la organización. Recuerdo perfectamente los debates que se resbalaban desde la cumbre porque yo entré y salí de allí justo en el año de la separación. Lo que aprendí en ese año me marcó para siempre en lo que se refiere a honestidad profesional y ética de trabajo, además de confirmarme en algo que creo que llevo genéticamente impreso: el tratamiento igualitario y el mérito en el trabajo. Puede que fuera inocencia o incredulidad: me lo creí. Seguramente porque estaba dispuesto a creérmelo.
Precisamente por esa experiencia – y seguramente también mi singular aprendizaje internacional en otra pequeña escuela de ejecutivos al rescate, pero con apasionantes valores y estructura – los debates indianos sobre cómo construir una organización de acuerdo con sus valores, su sustento, la integración y formación de personas me resultan interesantes. Pero no sólo interesantes. Puesto que en esos años de paso de la firma número uno a la firma números dos me dedicaba a las prácticas de recursos humanos y organización los asuntos de teoría organizacional los trabajé bastante. Las conclusiones de por qué la gente trabaja más y mejor, dando como resultado organizaciones más rentables y supervivientes (resilientes, sería la conceptualización indiana) siempre terminaban en algunas cosas esenciales: respeto a la gente que trabaja de forma que se sientan empoderados y partícipes de la obra y el resultado, alineación con el entorno (vecinos, comunidades, gobiernos, paisajes) y alianeación con la propiedad. Me resulta hasta extraño que merezca aún hoy discusión y duda.
Educado en libros sobre teorías equis, y griega y zeta, paseante por los rollos de la excelencia, los mitos del hp-way, sumado a la pasión que desarrollé por los modelos de gestión de calidad (que, precisamente, nacían de poner por encima de todo la inteligencia y el amor por la obra bien hecha de quien pone sus manos encima del trabajo real), el amanecer indiano a la construcción de su propia organización me suponía una inquietud mental de doble tipo: la de regresar a reflexiones que ya tenía terminadas y que terminaban por confirmarme que no queda nada nuevo bajo el sol y, por otro, la comprobación una vez más de cómo cada cuál debe construir sus soluciones a partir de su debate y valores, porque ni en los negocios ni en la vida nunca hay una única solución para todo. Mi aportación a esas discusiones que se sacaban al exterior estaban basadas, por tanto, en mi experiencia vital. Y, en esa experiencia vital, el modelo Andersen era capital.
En respuesta a un reciente libro que se propone explicar y representar el papel de lo que fue la primera firma de auditoría del mundo, Enrique Álvarez que fue, creo recordar, último socio director español antes del colapso, ha hecho unos comentarios representando su estructura y lo que suponía. Lo que poca gente sabe es que la estructura internacional de Arthur Andersen era una cooperativa. Y el valor de comentarlo ahora reside en que, la búsqueda de modelos como los que he relacionado al principio, organizaciones de rendimiento superior en el tiempo, tendría elementos esenciales que se repiten en las búsquedas y hallazgos de unos y otros. De los ex auditores y de mis indios favoritos. Hay diferencias interesantes también.
Caballeros con códigos de honor
Por ejemplo, si en Las Indias nos hablan de (su) virtus, fides y pietas, los arturos tenían su propia formulación con su consiguiente mito originario alrededor de los valores del fundador:
- Esfuerzo personal.
- Trabajo.
- Autodisciplina.
- Servicio al cliente a cualquier precio, poniéndolo por delante de todo, incluso de los intereses personales.
- Franqueza. Pensar con rectitud y hablar con claridad.
- Honestidad.
- Apoyo a los demás miembros de la comunidad.
- Afán de superación. Formación permanente.
- Lealtad.
Algo de calvinismo entraña todo esto y nadie sorprenderá la fuerte presencia de personas con relaciones con el Opus Dei entre los grandes miembros españoles del Andersen mítico. Como no debería sorprender que los socios argentinos fueran primordialmente judíos. Parece que todo ello encaja como anillo al dedo en esas éticas religiosas. Miremos ahora la interesante descripción que realiza Álvarez de en qué consistía la propiedad, incluyendo la regulación de la secesión, principio permanente en el ethos indiano:
Los autores afirman que la estructuración jurídica de la propia firma era un partnership global. Esta manifestación es inexacta. La pertenencia de cada firma nacional a la Organización Mundial Arthur Andersen era puramente contractual –y no de propiedad– ya que se basaba en la firma, con la sociedad cooperativa, de un contrato denominado «acuerdo entre firmas». Así, la propiedad de las firmas de cada país pertenecía exclusivamente a los socios de tales países. Esta peculiaridad, de enorme relevancia, permite afirmar que Arthur Andersen no era ni un partnership global ni una multinacional al uso, sino una agrupación contractual de firmas nacionales que, en situaciones de fuerza mayor, podían romper su contrato con la sociedad cooperativa sin tener que abonar por ello indemnización alguna.
El citado «acuerdo entre firmas» regulaba las diferentes situaciones que se podían presentar y establecía los parámetros para determinar el montante de las indemnizaciones a pagar por una firma, en caso de que no hubiese razones suficientes que justificasen la ruptura del acuerdo. En uno u otro caso, la desvinculación significaba la pérdida del uso del nombre Arthur Andersen o simplemente Andersen.
Pero interesará sobremanera la descripción del sistema meritocrático subyacente y su organización en torno a una cooperativa, la que podría haber sido primera global de la historia:
a) los ingresos por unidad de participación eran idénticos para todos los socios al margen de la división a la que perteneciesen; b) el número de unidades de participación que cada socio tenía asignado, y que se revisaba bienalmente, estaba basado en estrictos criterios de «meritocracia»; c) si lo que los autores quieren decir es que el número de socios de auditoría y asesoría fiscal era entonces superior a los de consultoría, es cierto, tanto como que uno de los principios fundamentales recogidos en los estatutos de la Organización Mundial Arthur Andersen era, como ya he comentado, el de que «un socio, un voto», con independencia de su antigüedad o nivel jerárquico. Como bien dicen los autores, la firma era la única cooperativa realmente global que ha existido en la historia, al menos en el mundo profesional. Este principio no debía removerse.
Si ya resulta extraño (que no impropio) escuchar la palabra cooperativa en lo que fue el corazón mismo del conglomerado de las grandes corporaciones, más interesante es fijarse en la asimetría de la organización: la compensación económica se organiza por mérito (con una variabilidad entre el máximo y el mínimo acotada reduciendo muchísimo la dispersión de sueldos) pero las decisiones por democracia – ¿económica?- pura y dura. La solución indiana, por el contrario, recurre a un mecanismo más socialista utópico o más propio de los kibutzim en el que el viático consiste en una retribución única las veces que sean necesarias parecido al viejo y aspirado principio de «a cada cuál según su necesidad». Se me entoja que, en la práctica, pero ya me dirán, el hecho de poder reclamar ese viático ante cada eventualidad, el sistema introduce dispersión pero desvinculado del mérito. Algo seguramente sostenible por la diferencia del número de miembros: el control colectivo de un potencial abuso (lo que en Castilla siempre se llamó gorrón, ese que se aprovecha de que pagamos las copas entre todos pero nunca pone) es fácil por adaptación mutua, por recordar a Mintzberg.
Finalmente, por corrobar la existencia de principios que el tiempo reitera como fuerza para modelos de éxito en los que las personas terminan por integrarse hasta constituir su identidad (un arturo, siempre era un arturo), nada como reproducir las palabras de entusiasmo de Álvarez sobre su modelo y la preservación del fondo de comercio:
Íntimamente relacionado con el partnership está otro pilar básico de la firma, el llamado stewardship por el que los socios, al abandonar la empresa, dejaban en ésta todo el fondo de comercio que habían contribuido a generar para las generaciones futuras y así sine die.
En el relato de Álvarez, el fin de Andersen no se produce por causa de Enron, sino por la pérdida de este conjunto de valores que se inició en lo que Las Indias llamarían ausencia de espíritu artesano por caer en la tentación de especular con la propia empresa. Algo tremendendamente interesante y que refuerza la apuesta indiana por la artesanía. Son varios los aldabonazos que refiere, pero nos basta con un ejemplo:
Aunque personalmente no me consta, existía la opinión muy extendida entre los socios de entonces de que Kapnick pretendía ser el líder de la nueva firma de consultoría para, posteriormente, «sacarla a bolsa». En todo caso, éste fue el primer «aldabonazo».
Un disfraz de piel roja
¿Y todo esto a santo de qué? Pues a santo de que, el azar, me ha llevado a reencontrarme con una parte de mi pasado (un pequeñísimo y modestísimo junior entonces, el equivalente al aprendiz indiano) justo en el momento en que suelo participar sobre una serie de reflexiones sobre el trabajo y el emprendimiento en esta era de lo que llaman descomposición. Con mi escepticismo, porque ya he aprendido que hay quien gana dinero siendo malo y hasta mediocre y garbancero y que los buenos no ganan en verdad casi nunca. Probablemente, el indianismo me devuelve a partes esenciales de la misma manera de ser que me hizo creer, reverdeciendo mi ingenuidad genética. Y porque la comparación con el mundo artúrico, tan corbatero, tan establishment, es especialmente preciosa porque lo más interesante de ese mundo organizativamente hablando se me aparece renovado en el nucleo de pensamiento, en su pequeña escala, la escala indiana, de esos viejos principios que me asombraron de tierno e inexperto consultor y que ahora están pasados por la ética del hacker. Salvadas las distancias que se quieran salvar.
También, supongo, porque el trabajo es más divertido pensando así y en el fondo la única forma en que me interesa, hecha la excepción de mi tendencia al llanerismo solitario (de ahí lo del hombre llamado caballo, el viaje del blanco a la casa de los pieles rojas sin dejar de ser blanco), algo que creo ya irrecuperable. Otros me lo llaman misantropía. En realidad, pareciera ser más Jeremiah Johnson que John Morgan.
Etiquetas: Arthur Andersen, Enrique Álvarez, Las Indias, leyendas de caballeros
12 diciembre 2010 a 16:05
Si me sigues haciendo posts como éste tendré que dejar de llamarte padawan 😉
Me ha gustado mucho y como está todo tan clarito no puedo sino marcar una frase para volver sobre un debate al que hemos dado muchos tirones ya:
> cada cuál debe construir sus soluciones a partir de su debate y valores, porque ni en los negocios ni en la vida nunca hay una única solución para todo
Lo que aprendemos, destilado y extraído, de cada debate queda plasmado en una historieta: de los blogs a la enredadera y del debate con la wikipedia a la salsa de spaghetti, y todos los demás. Al final, el mito de la salsa de spaghetti no representa más que un valor. Por eso es interesante: murieron los dioses todohacientes tan propios de los libros y los monoteísmos y quedaron en pie, porque nunca se perdieron, los viejos dioses romanos que no eran realmente dioses, sino valores: la honestidad, la fidelidad a la palabra dada, la lealtad… Por eso son válidos, aunque sólo sean aquí y ahora y para nosotros.
Y no me enrollo más. Muy buen post dominguero 🙂
12 diciembre 2010 a 17:36
No te lo vas a creer… pero casi escribo que de estas Versvs dejará de llamarme joven padawan. Se borró en la limpieza de párrafos excesivos. Que, siendo yo, cuesta creer que borre.
12 diciembre 2010 a 18:23
jis, jis, jis. Seguro que borras, los posts serán largos pero no suele haber párrafos que no aporten algo : )
12 diciembre 2010 a 20:45
Oiga, tómese algo, que pago yo.
12 diciembre 2010 a 22:57
Llevo dos semanas hablando de tribus en «casa»
Gran Post Gonzalo… Para masticarlo estos días
13 enero 2011 a 1:00
[…] Arthur Andersen, la primera cooperativa global? Gonzalo ens ho explica i ho relaciona amb la filé indiana. […]