Al barbero
«En pocos sitios afeitan ya», me dice el barbero. Resistiendo a todas las tentaciones, no informé al susodicho de que uno es de Bilbao – generalmente, cuando quiere – y que no necesito espuma para el afeitado. Oportuno él, me informa de la dureza de mi barba y la finura de mi piel: es obvio que soy un tigre sensible, pero esto ya lo sabía. Tres cuchillas hubo de emplear para superar el desgaste del filo que mi pelo de hierro producía en la navaja: soy poco menos que Alan Ladd. Terminamos la obra con una toalla húmeda y caliente sobre mis poros torturados y un masaje con Floïd de toda la vida: los veintañeros se debaten en la idoneidad de caminar con olor a yayo o reivindicar un cierto renacer cool del afeitado a navaja. Queda como culo de bebé.