Tocata y fuga para Simón Bolívar
El hombre dejó el paquete a medias, se acercó a una estantería, tomó una chocolatina de un expositor de cartón de una marca desconocida – que rápidamente supuse venezolana – y la puso en la caja que había quedado suspendida. «Es para que piensen que hay comida, ya sabes es Colombia». Porque le dije que eran medicinas. Terminó de cerrar el paquete.
Esperé mi turno para facturar el envío. En la estantería había también una pequeña nevera con maltas venezolanas, unas latas que prometían en su etiqueta ser la mejor manera de comer jamón y algún otro dulce que no había visto en mi vida. «¿Pero tú eres español?», me dice el colombiano encantador crecido en Caracas que está tomando nota de dónde tiene que llegar mi caja con probióticos. «Es que tienes acento paisa«. Casi muero de felicidad. Así que hago las explicaciones pertinentes de por qué la rara mezcla de tonos y vocabulario que, casi sin saber cuándo ni cómo, despliego cada día.
La conversación se anima mucho. Le pregunto qué son esas latas de ese jamón. Se llaman «Diablillo». Y me cuenta: «los venezolanos las fabrican fuera; en Venezuela se llamaban «Diablito», pero las replican». Como todas las demás marcas, resultan ser una copia de productos clásicos venezolanos.
Mi interlocutor arranca una nueva historia: «hace seis años, llegó un venezolano a España, empezó a fabricar queso de allá y venderlo de puerta en puerta». De puerta en puerta, es el detalle que sobrecoge. El resultado es que, seguía el relato, terminó montando una fábrica (grande) y vendiendo el queso no únicamente al exilio venezolano en España, sino a la diáspora del país ya no sé dónde más. Un día se le acercó un afamado y grande empresario del país (imagino que, como tantos otros, ha trasladado su patrimonio fuera) y le compró esa fábrica: una de esas historias de triunfo en la fuga, como la de, por ejemplo, los españoles (algunos) que salieron en 1939, terminaron en México, algo hicieron que se enriquecieron, y regresaron a comprar sus casas de retiro.
Por algún lado leí (Juanito Granados, que sabe de Napoleón, me dirá la verdad) que el militar y emperador corso no sólo quería tener buenos generales, sino que preguntaba si tenían suerte. Si no es cierto, es buen cuento. Tras cada epopeya de uno que triunfa, muchos otros lo intentan y sucumben o se quedan a medias a pesar del esfuerzo y la habilidad. Que la inspiración te pille trabajando, es la versión del escritor. Encontrarse con una casualidad, una intuición y perseguirla con el viento de cara no sucede siempre. Pero hay que perseguirla. Si vas a ser pobre, que te permitan al menos intentar no serlo.
Un día en la oficina me pidieron que entrevistara a un muchacho para un puesto de becario. Iba a estar, de una manera o de otra, bajo mi responsabilidad. Pero yo había optado porque lo vieran quienes iban a trabajar con él y que decidieran ellos. Llevaba tres entrevistas y el equipo decía que era alguien valioso, pero que creían que debería verlo yo. Por mi parte, insistía en que eran ellos los que iban a trabajar juntos y que tenían criterio de sobra: un becario no es definitivo, es una oportunidad. Al final, entré, iban a ser diez minutos. Leí por a toda velocidad su historial y vi que era venezolano. Le pregunté: «¿cuándo has llegado?». «Hace tres meses». Seguí: «¿cómo estás viviendo, aguantas?». Me respondió con un gesto dignísimo de afirmación pero en el que se podía sobreentender que era alguien consumiendo ahorros más deprisa de lo conveniente. Hice un poco de charla informal y añadí: «bienvenido».
Es cierto, resultó ser valioso. Se quedó más allá de su periodo de becario, prosperó, ya cambió varias veces de empresa y se enamoró. Un día le vi y le pregunté: «¿volverás?». Me miró con ojos pacientes y me dijo: «¿para qué?». Su vida ya era otra. Ahora le veo publicar sus fotos de veranos en Cádiz, siempre sonriendo y siempre acompañado de la mujer que conoció. Empezó a pagar una casa. El destino era, por decirlo así, suyo. No sé qué pensó cuando salió de su país y llegó buscando donde trabajar, pero siempre sentí que me miraba con el coraje de intentar lo desconocido a falta de alternativa. El viento de cara es haber tenido un pasaporte europeo. Ya saben, de parientes españoles o italianos. El resto lo hizo él.
Tengo como marcador de libros un billete de cien bolívares de la República Boliviariana de Venezuela. Se lo compré a una joven que los pintaba con personajes de cómic – el mío tiene a Mafalda – a un ladito de la plaza Bolívar de Bogotá. Los billetes no valían nada, pero los emigrantes de Venezuela los traían a carretadas comidos por la inflación y los cambiaban por lo que fuera como curiosidades para la historia. Los ingeniosos, como esta joven, los usaban como soporte artístico. Los turistas encontraban una curiosidad única.
Cada vez que cierro el libro y pongo el marcador en la página que dejo, el billete me recuerda la fragilidad de la suerte. Lo rápido que el viento puede cambiar de sentido, el riesgo de que todo mi esfuerzo termine por no servir. O no servir lo suficiente. Verme en una deriva incontrolable en la que haya que aprender a sobrevivir de otra manera y olvidando todo lo que construiste. Especialmente, me hace comprender el valor inmenso de no tener que decidir si lo mejor que puedes hacer es huir. Pendejadas, las justas.