Gaseosas

La cajera, en un rasgo de profesionalidad como pocos, me advierte de que el paquete de cocacolas que llevo no es zero, sino cherry. Nótese que si se dijera de cereza sonaría como todo lo aberrante que es, pero al ser cherry la sensación es que sólo puede ser cool. Martín Milone me entiende.

Es obvio que la alarma y, consecutivamente, la paz y el agradecimiento infinito a esta mujer (faro del supermercado, luz del bienestar, bendición de Poseidón…) se apoderaron de mi cerebro. En la vida con bozal, los supermercados de los pueblos de costa llegado el otoño deben ser exactamente iguales que antes de llevar bozal, y en el vacío del supermercado puede otorgarse todo el tiempo y paciencia para retornar a su sitio esa idea desgraciada del capitalismo que es la gaseosa de cereza.

Esa misma noche la pasé tomándome un coñá con el dueño del único bar verdaderamente elegante de esta localidad y me dijo que algunos jubilados nórdicos no llegaron a venir. Luego los pueblos de costa en el otoño no están siendo tan exactamente iguales, pero creo que no debe diferir mucho el vacío del año del coronavirus del vacío de los años del mundo antiguo: aquí no se hace otra cosa que sestear y buscar el mar. Por elegante, tengo que aclarar, debe entenderse que este bar tiene copas adecuadas, una selección amplia y con criterio de todo tipo de espirituosos y arte a la hora de servirlo. No es tan frecuente. 

Me desvío. Estaba yo con las cherry coke en la mano derretido de amor por mi cajera profesional y regreso a la góndola de las gaseosas de sabores. No me aparecen las zero convencionales por ningún lado. Conjetura: ésta confusión en Madrid no se hubiera dado porque debe ser que allí somos conscientes de este error planetario del capitalismo y no puede generarse la confusión de envases al no proliferar en los estantes. Dicho sea de paso, confusión maldita del fabricante, que todas las pone igual.

En la búsqueda tropiezo con finos envases, también metálicos, que pienso por un instante que son el envase reducido de la zero para mezclar con licor: veinte centilitros, en vez de los treinta y tres usuales. Los tomo. Los miro. Hay unos tonos dorados de buen gusto pero, alarma, eso no es zero. El envase lleva pintado un grano de café y eso es cocacola coffee. Sin azúcar, rasgo éste que me forzó a detenerme más tiempo en el envase. Pero qué coño, por qué no: si me gusta el café y me gusta la cocacola sin azúcar, ¿por qué no me va a gustar una gaseosa de cocacola y café? Podría decirse lo mismo de la cherry, pero no: está comprobado. También podría decirse que si me gusta el pesto y me gustan los txangurros por qué no tomar txangurro con pesto: no va a ocurrir, se lo juro.

Compré una. Un riesgo limitado. Reconozco cierta ansiedad hasta asegurarme de que estaba fría para su cata (ir directo al hielo, es arruinarlo). Es como beberse un helado de café o una variante del café con hielo. Y ahora, sin estar seguro del todo aún, creo que soy fan de la cocacola coffee todo por culpa de la fuga inocente e insospechada de un paquete de seis cherrys. Casi todo lo interesante que te pasa en la vida es por casualidad. Y, si no, haremos que lo parezca.

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