Integridad, decencia
Hay un personaje en las elecciones americanas que nunca llenará titulares en Europa. Es probable que, en EE.UU., no fuera un tipo conocido más allá de su lugar de residencia y responsabilidad política. Se llama Brad Raffensperger y es el Secretario de Estado de, no hay más remedio que ser redundante aquí, el Estado de Georgia.
Raffensperger tiene, entre sus obligaciones, llevar a cabo el escrutinio de las elecciones. Se resume rápido: Georgia es un estado republicano (gobernador republicano, secretario de estado republicano) y, por primera vez en mucho tiempo, ha votado para presidente a un demócrata. La mayoría es exigua (incluso se produce un recuento automático al ser tan poca la ventaja de Joe Biden) y es elegida como uno de los objetivos del Donald J. Trump para asegurar que ha existido fraude.
La estrategia para alegar fraude, encontrar algún acontecimiento que permita cuestionar las elecciones es tan fuerte, que algún afamado senador llama a Raffensperger y, según él y algunos testigos, le pide la forma de encontrar la eliminación de votos que perjudican al presidente en vigor.
La escasa consistencia de esta campaña no es el motivo de la reflexión ahora. Lo destacado es el comentario del señor Brad Raffensperger alrededor del suceso en sus apariciones públicas: «Tengo una ley y un procedimiento que seguir. La integridad importa en este departamento«.
Es evidente que mentir y deformar los hechos es algo que forma parte de la esencia de la conducta humana. El intento de defraudar y de engañar. Casi todo lo que hacemos suele basarse en un juego emocional para identificar la burla y evitar los daños que acarrea el que no se cumpla lo que se ha dicho. Tenemos verbos para diferenciar el mero enunciado de palabras (decir) con aquellas situaciones donde ofrecemos una garantía de futuro: jurar y prometer.
Hacemos jurar para forzar el compromiso emocional y permitir reclamar responsabilidad al juramentado. El juramento, está vinculado al honor, y el honor a la honestidad. La honestidad es dual: se tiene o no se tiene. Pero creemos o queremos creer que la reputación se debe mantener, por lo que la mentira y el descaro se procura mantener oculto. O negarlo.
Esta es la hipótesis: que la apariencia de (buena) reputación, que obtener el respeto ajeno por la honestidad intelectual y material, si alguna vez importó, si alguna vez generó que las personas decentes tuvieran la fuerza vital de que importa, si en el pasado provocaba dimisiones, abandonos o silencios ante la vergüenza de que uno es descubierto en su trampa, en su mentira o en su conspiración… ahora no importa nada.
En la era de la hemeroteca perpetua e infinitamente accesible, la vida pública deja inerme cualquier intento de contradicción. Es descubierto. Prometer una cosa y hacer otra, se hace obvio. Defender lo indefendible en nombre de tu sardina y sus ascuas termina siendo grotesco. La hipótesis se complementa con el hecho de que, a medida que es más fácil comprobar la falsedad, más improbable es que las personas se sientan avergonzadas por ello y sean menos íntegras: al menos reconocer que se ha cambiado de opinión con cierta rigurosidad, o que harás tu trabajo sin tener en cuenta tus intereses particulares.
Creo que, como la sublimación del ego de la era de los teléfonos móviles y los servicios de entretenimiento en que la gente muestra sus vidas, la falta de decencia con los hechos y las obligaciones ya era un rasgo de la condición humana pendiente de encontrar su tecnología para que se demostrara su verdadera dimensión: mentir sin vergüenza, engañar sin reparo, viene por diseño. Es la norma, no la excepción.
El golf, por ejemplo, es un juego basado en el honor. Uno no miente con el número de golpes anotados en su tarjeta, avisa a los otros jugadores cuando la bola no sigue su trayectoria, respeta el sitio donde la bola se quedo poniendo un moneda debajo, mantiene un ritmo para que el grupo que llega detrás pueda jugar, se tapan con los pies los agujeros en la hierba… Normalmente, el que hace incluso pequeños engaños en este tipo de reglas (no te ve nadie cuando fallaste y andas perdido entre árboles o en el borde del lago) está verdaderamente mal visto y nadie alardea de ello. Se dice que Trump hace trampas al golf. Pero la etiqueta del golf es un suceso humano donde pervive un sistema de conducta no supervisado pensando en una convivencia pacífica.
Lo cierto es que el senador que quiere cambiar los votos sí ha recibido cierto tratamiento indignado de algunos medios de comunicación opositores pero, desde luego, no ha tenido sanción social alguna. Ni la colección de mentiras y cambios de opinión que se revelan cada día de gobernantes de acá y allá. Al menos en EE.UU, estaban esos tiempos donde un candidato descubierto con amante tenía que irse a su casa por haber engañado a todo el mundo con su integridad como esposo. Llegamos, así, a la cuestión de qué relación tiene la honestidad con la ideología. O, si se quiere, con una agenda política que, por definición, siempre es bienintencionada.
La lógica inmediata dice que ninguna. Bueno, seguramente no es tan lógico. Pero en una conversación serena todo el mundo admitirá que es lo que desea hasta que, seguramente, ve a su paladín político favorito ahogándose en reproches de mentiras y falsedades evidentes. Que no tiene que molestarse en defender o contrarrestar, porque el paladín favorito del contrario tiene la misma colección. El cinismo es ahora mismo la herramienta de cordura vital del ciudadano.
Hace unos cuantos lustros leía algún libro de Lillian Hellman y se me grabó lo que es más bien un concepto que la cita de memoria. Siempre he intentado tenerla como norte de mi juicio a los demás, incluso cuando fracaso en tener la serenidad necesaria. La he encontrado:
Mi fe en el liberalismo casi ha desaparecido. Creo que lo he sustituido por algo íntimo que llamaría, a falta de algo más preciso, decencia… Pero es doloroso para una personalidad que ya no puede abrazar el liberalismo no ser capaz de aceptar la radicalidad.
Aquí es liberalismo americano, una suerte de izquierdismo, pero que cada uno elija el sentido que quiera.
Brad Raffensperger ha defendido su trabajo apelando a su integridad y ha resultado ser, por tanto, un tipo decente. Al final, una anomalía.