Contemplando a los creyentes
Fue un amigo (holandés-valenciano, pero es lo de menos) el que me puso tras la pista de V.S.Naipaul. Primeramente diré que, en su autobiografía, Katherine Graham, la que fue propietaria del Washington Post, decía que el Sr. Naipaul era un poco idiota, pero es que los artistas suelen decepcionar en persona: el idiota fue Premio Nobel de literatura, luego tenía sus buenos momentos.
El holandés-ché me habló de su libro de viajes, Among the Believers, un relato de su recorrido por el mundo islámico posterior a la revolución iraní. Con profunda ironía, el hindú-antillano-británico señala la paradoja de cómo el clérigo chiita con el que se entrevista detesta Occidente y su tecnología maligna mientras emplea un teléfono inalámbrico. No, aún no teníamos telefonía celular y el libro, efectivamente, era sumamente entretenido. A los ayatolas los tenemos por un poco retrógados, especialmente por su versión de aplicación del Islam como disciplina colectiva y obligatoria.
Me tumbo en el sofá en esta tarde de invierno, con un estupendo café, un habano y calorcito eléctrico (lo que viene llamándose confort) y tengo una televisión pagada con impuestos de ruido de fondo. Una señora aparece en pantalla dichosa de tener unos días de vacaciones en lo alto de lo que parece un hotel de lujo, con una piscina de las llamadas infinitas y declarándose feliz por un merecido descanso entre los muchos viajes que hace por su trabajo. Qué suerte que lo tiene. Se baña, claro que sí. Y tiene una expresión de satisfacción inusitada. No es para menos.
El momento de éxtasis es interrumpido por una llamada a un teléfono móvil en el que le comunican su próxima tarea, que saluda con alborozo: le van a permitir ir a grabar un episodio de su show a una «ecoaldea». Por lo visto, no dejan entrar a todo el mundo, lo que para un defensor de la vida y propiedad privada como un servidor de ustedes es radicalmente correcto.
La señora, desde un vehículo modernísimo y haciendo una nueva llamada sin manos para informar a su familia de que marcha a una experiencia única en una «ecoaldea» (su hija grita de gozo), nos informa de que aprovecha el momento porque sospecha de que no tendrá cobertura en lo que se presenta ya como un nuevo paraíso en la tierra donde la gente no deja huella de carbono y se tiene que ser felicísimo.
Efectivamente, el grupo de jóvenes que habita la ecoaldea están encantados de haberse conocido, deciden todo en grupo y todas las tareas son colectivas. Saluda con más expresiones de felicidad la austeridad de la habitación que le dan donde, cómo no, todos los elementos son reciclados y nos dice que ha venido a trabajar: el proyecto es la recuperación de un ecosistema almeriense, con la meta de gastar poquísimo, no consumir energía y poco menos que ser autosuficiente: comerciar, para qué. Eso sí, de algún lugar han sacado las placas solares y los cascos de espeleología con linternas en la cabeza que emplean para explorar cuevas amenazadas por el cambio climático.
Nuestra señora, llegada la noche, siente la habitual necesidad de ir al baño y relata la novedad de tener que dejar su habitación e ir a un servicio colectivo saliendo de su habitación toda feliz y comentando que, si fuera invierno, con el frío, debe ser una experiencia curiosa. Mis abuelos bajaban al corral en plena noche, pero en cuanto pudieron construyeron su retrete privado.
Mientras emplean plástico para cubrir la materia orgánica con la que preparan compost, un eco-habitante afirma: «si tenemos semillas y tenemos tierra, somos hombres libres». No dijo mujeres. Supongo que hasta que una plaga acabe con la simiente, o el granizo te deje sin cosecha. Más que libre, sometido al capricho de la naturaleza. La libertad, Sancho.
La señora no puede evitar apartarse un momento de la dicha laboral de la aldea, tomar su teléfono móvil y enviar unos mensajes por Whatsapp explicando su placentera experiencia.
Como los amish, todo el mundo es libre de tener su fe, perseguir su felicidad y darle sentido a su vida como quiera, hasta haciéndolo renunciando al confort, reduciendo lo que se llama (negativamente, claro) consumo, y renunciando a tecnologías diabólicas. Igualmente, todo el mundo tiene el derecho a sus opiniones y a ejercer con plenitud su libertad de expresión, así que está perfecto glorificar una vida de renuncias (palabra literal) mientras regresas al mundo en el que podrás ir a una piscina infinita en una urbe presumiblemente nada sostenible y te sientes orgulloso de no haber dejado huella de carbono durante unos días. En coche.
Al tiempo que le pagamos el sueldo con el dinero que el gobierno extrae de nuestros bolsillos y se es incapaz de vivir como en el relato, somos aleccionados en que un estilo de vida de asignación colectiva del trabajo (democráticamente, claro), de retroceso a una vida con limitaciones e incomodidades para las preferencias de muchos, es una regla inevitable de supervivencia (¿será que la misma tecnología que tan terriblemente destruye el planeta – si lo destruye de la forma en que se dice, un armagedón, un nuevo milenarismo – no sirve para aspirar a la naturaleza dominada y preservar el confort?).
Preservación, cero impacto, en vez de transformación para liberarnos de la naturaleza, esa que genera virus letales. Someteros todos a la verdad revelada.
Es guay.