Memoria

Foto de la placa de homenaje a Antoni Espinós Moll por rescatar la imagen de San Vicente Ferrer en Teulada (Alicante)

Las calles de la parte vieja de Teulada están tratadas con mimo. En un entorno como el de La Marina Alta en Alicante, donde el desarrollo acelerado del turismo puso en un valor muy distinto a los terrenos agrícolas y los cercanos al mar del que era tradicional, los pueblos crecieron haciéndose ostentosamente feos y con arquitecturas irregulares.

Muchas veces acusados de falta de respeto por el entorno y su estética, lo cuál es cierto, olvidamos que se pasó de una vida pobre a otra próspera. Para imaginarlo, y yo creo que para perder el sentido del drama, puede que sea interesante contemplar los años del crecimiento moderno de China. De cómo el pasar del hambre cierta a competir con Estados Unidos en todos los sentidos, ayuda a ver -cree uno- que es difícil acusar colectivamente a las personas de destrozos estéticos y ecológicos cuando están resolviendo la miseria.

Iba yo caminando, pues, por el pequeño pero bellísimo centro histórico de Teulada portando por pura coincidencia uno de los tomos de una biografía en forma de tebeo titulada Una Vida en China: el relato de los años de infancia y madurez de un dibujante chino que deja que un francés haga el guión de su vida. Su propósito: explicar a Occidente los avatares y emociones de cómo un hombre de a pie ha pasado de la vida cotidiana de los años de Mao a las urbes del dinero y la prosperidad actual.

Dejo a los chinos y vuelvo a las calles de Teulada, que todo tendrá que ver.

El mimo de las calles antiguas hace que, no sólo se respeten fachadas y se evite el tráfico de vehículos sino que, como no puede ser de otra manera ante el grueso de visitantes que tiene la economía turística, se explique un tanto el entorno. Y ahí aparecen, en forma de placas, desde una parienta de Luis Vives hasta los de San Vicente Ferrer, patrón del pueblo y por el que parece que hay una gran devoción o, al menos, como pasa mucho en las fiestas tradicionales, mucho amor por el rito. Sí, en los balcones se contemplan las imágenes del santo en bellos pendones.

De ésta placa, esa que pueden ver ustedes, donde nos cuentan que Antoni Espinós Moll se llevó a su casa la imagen del santo para protegerlo de la Guerra Civil, lo que me llamó la atención es la fecha: parece que el pueblo (o sus representantes) decidieron hacer este homenaje en 2018 y nos indican que la excusa es un centenario más del fallecimiento del santo.

Inevitablemente lo relacioné dentro del contexto español en el que se ha producido toda una corriente de opinión y aspiración a desempolvar las consecuencias de la Guerra Civil, rehacer monumentos, cambiar calles y desenterrar y volver a enterrar muertos, casi todo relatado o perpetrado por nietos o bisnietos de finados y víctimas. Y es inevitable relacionarlo porque la placa narra hechos de lo no esperado: dicho con una simplificación inevitablemente burda, éste es un relato de un ganador de la guerra. La exuberancia de memoria -hoy, circa 2020- está dedicada a dignificar o devolver la dignidad arrebatada a los perdedores de la guerra.

La redacción de la placa es del todo exquisita porque simplemente narra los hechos del rescate, protección y devolución a la comunidad de la talla y no califica los hechos. Es decir, no es terror rojo o algo por el estilo. Un hombre arreglando algo que parece que para todo el pueblo debe ser importante, salvar la imagen en peligro del santo como seña de identidad o algo similar porque no parece que los valores artísticos sean lo que prime aquí. Una redacción, en definitiva, que puede valerle a todo el mundo independientemente de la memoria que quiera elegir.

Realmente se presta a todo tipo de especulaciones y, seguramente, tiene interés el proceso político de la decisión de instalar la placa y la discusión de su texto. Pero a mi me retrotrajo a otra idea. A preguntarme cómo fue ese día y qué pasó por la mente de Antoni Espinós. Evidentemente, asumió un riesgo por algo, que si no crees en dioses y energías de ultratumba, es difícil de entender: ¿merecía la pena exponer la vida por rescatar una imagen de la divinidad y exponerse durante todo el tiempo de la contienda a ser descubierto y, presumiblemente, sufrir una suerte horrible?

Sólo se puede entender si la fe en lo sobrenatural es tan poderosa que la imagen del santo incendiado genera una sensación parecida al pánico. Antoni Espinós tuvo miedo ese día, un miedo superior al miedo a las consecuencias. Creo que cuando se habla de memorias históricas nadie le presta atención al miedo. Al horror percibido dentro de la impotencia y que lleva al perseguido a la ocultación, al rezo si rezas, a pensar en formas de esperanza mientras crees que tu vida corre peligro y va a llegar a su fin. A pensar que tus hijos se quedan solos o, peor aún, que son víctimas del mismo o peor daño del que esperas para ti.

Curiosamente, es probable que la inmolación (también la autoinmolación) y el crimen como arma de ofensa y defensa de los maximalismos (es decir, los intentos de recrear el paraíso en la tierra según la versión chamánica que correspondan) contengan ese mismo miedo: el pavor a que la ley divina -la dictadura del proletariado puede ser una ley divina- no se ejecute y entonces el desorden, el infierno o el reino del diablo se asiente en la tierra de una manera que para la mente es insoportable.

Cuando se lee a Arturo Barea o al Camilo José Cela de San Camilo, 1936 uno no deja de leer las andanzas de partidarios de una u otra cosa. Pero se refieren al horror como horror. No hay orgullo en la muerte, ni exaltación del crimen ajeno o disculpa del propio, sino perplejidad ante el instinto y la transformación de los individuos de amigos y familiares, de hombres imbuidos de la idea de que deben hacer algo por el mundo (bueno, se supone), convertidos en asesinos. En mentes que ven en la víctima no una víctima, sino una necesidad de protección de su miedo mediante el sacrificio o la deshumanización.

Al aterrizar en Madrid el día de su regreso del exilio, Claudio Sánchez Albornoz, decía esto:

«Al regresar a España dije que regresaría llorando y llorando estoy. No tengo más que una palabra: paz. Nos hemos matado ya demasiado. Entendámonos en un régimen de libertad poniendo todos de nuestra parte, lo que sea necesario de un lado y de otro de la barricada. Son muchos cuarenta años. No hay históricamente nada que resista el tiempo. Hasta la vida de los españoles. Tengamos una vez por todas la mano en la mano del adversario de ayer para discutir, dialogar en unas Cortes nuevas la suerte de España. Y basta.»

Yo debí ser consciente de esa declaración en el mismo tiempo o, posteriormente, en alguno de los muchos recordatorios y análisis que, en los años ochenta se hicieron, prácticamente como un cantar de gesta, de lo que fue pasar del régimen de los vencedores a la concordia, por expresarlo con el calificativo que empleó uno de los protagonistas del proceso.

El caso es que a mi me ha venido siempre a la memoria cuando he visto a los bisnietos construir discursos políticos y artísticos que, esencialmente, tienen como intención ajustar cuentas con el pasado o, en cierta forma, ganar una guerra que ya no se puede ganar. Uno considera que, en general, las corrientes más frecuentes de los cineastas y literatos contemporáneos enfocan sus ficciones y ensayística sobre la Guerra Civil con lo que llamaré síndrome de salvador del pasado, algo que les confiere autoridad moral no sólo para sentirse mejores y justificados en sus posiciones éticas, sino capacitados para juzgar las elecciones de los abuelos y de teñir de responsabilidad a los nietos. Salvo que, por supuesto, renieguen de cualquier comprensión o acercamiento ganador.

Mi recuerdo se produce ante cierta perplejidad por el hecho de que los cuentos de los mayores de mi infancia y pubertad solían coincidir en un punto. El mismo que el de Sánchez-Albornoz. En vez de insistir en ganar lo perdido, básicamente te querían hablar de no repetir y de advertirte del inmenso sufrimiento que no podía compensar nada. Nada. Terminar de una vez.

El riesgo de estas posturas es olvidarse de la reparación y rehabilitación del perdedor al tiempo que se ignora al criminal de la venganza ganadora o se le mantienen honores sobre actos no tan ejemplares. En el caso que nos ocupa, ha habido varias oleadas de reparación-rehabilitación-honra de perdedores y, puede que no tan intensas o al gusto de muchos (a lo mejor incluso del mío) de deshonra del abuso de la victoria. Dicho de otra manera, el hecho de que, aunque la guerra para la generación que la sufrió fue vista tantas veces como una derrota de todos, es obvio que unos la perdieron más que otros.

El cierre de este conflicto se produce inevitablemente por una idea que ya sugiere Sánchez-Albornoz: que no hay nada que resista el tiempo. Si todos los que lucharon en la guerra ya han fallecido, si muchos de sus hijos lo están haciendo o ya lo han hecho, si no hay espacio ni tiempo para hablar de los múltiples personajes que tuvieron sus quince minutos con la historia como para darles una calle y nadie sabe quiénes fueron, ¿qué interés tiene o qué valor intelectual se le puede encontrar a renunciar a la concordia buscando trasladar responsabilidades y solicitar nuevas penas para vecinos contemporáneos señalados como beneficiarios y co-autores intelectuales de crímenes de gente que ya no existe?

Verdaderamente parece que lo más valioso que se puede destacar de la obra de Carlos Marx consiste en haber advertido de que «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».

Ahora tenemos que regresar a China.

La narración de Li Kunwu y P. Ôtie va poniendo en evidencia en cada tomo el diálogo entre los coautores. Ôtie selecciona las historias y les da un punto de vista que Kunwu llega a decir -en el texto- que es demasiado occidental. Hay todo un espacio reservado a hablar de si deben hablar de Tiananmen. Y lo que acuerdan es hablar de no hablar de ello.

Kunwu está incómodo y se resiste a dar su opinión. Tiene un argumento poderoso. Que él ni siquiera estaba en Beijing y que no fue demasiado consciente. Pero los occidentales preocupados por la paradoja china de la libertad comercial en ausencia de libertad política como parece serlo Ôtie, insisten como quien introduce un atizador en las brasas de la chimenea para avivar el fuego: Kunwu aparece hasta molesto por la persistencia de su amigo.

En el recorrido sobre la vida de Kunwu vemos cómo su padre fue enviado a trabajos forzados durante diez años siendo un miembro destacado del Partido Comunista. Como su hijo, el protagonista, se comporta como un joven guardia rojo más, presionando y creando problemas a la población sospechosa de pasado oligárquico o insuficientemente revolucionaria durante la Revolución Cultural.

Vemos el hambre, el hambre que aumenta ante las barbaridades económicas de la producción socialista. Los intentos – hasta conseguirlo – por ingresar en el Partido Comunista generando méritos en el ejército y superando inconvenientes (su familia), la rehabilitación del padre y la nueva mejor vida china con el fin de la Banda de los Cuatro. Contemplamos la ausencia de rencor hacia el mismo partido que encierra a su padre y que le otorga un nuevo puesto directivo, los años dibujando para la prensa con sus problemas de armonización estética e ideológica…

En la nueva China rica del presente, Kunwu no tiene espacio para la crítica al partido, lo que espera la mirada de los occidentales. Kunwu asegura haber contemplado un país que pasó del hambre a potencia mundial capaz de competir en todo. De un país humillado por Occidente desde el siglo XIX a otro que lo trata de tú a tú. O más o menos así. Kunwu y su circunstancia.

Volviendo a la patria de Ortega.

A tantos nos gustó el libro de Javier Cercas sobre el golpe de estado de 1981 y que tituló «Anatomía de un instante«. Hay un personaje importante en aquella tarde, el que era Ministro de Defensa (también héroe de ese día), el Teniente General Manuel Gutiérrez Mellado, que intenta impedir que los guardias civiles tomen el hemiciclo y es casi derribado en su intento de hacerlo. Acto seguido, los asaltantes disparan al techo y se genera la imagen conocida: Adolfo Suárez es, junto a Santiago Carrillo, el único diputado y miembro del gobierno que supera su instinto y resiste todo el tiroteo sentado en su escaño. Gutiérrez Mellado, de pie, atiende a la escena con los brazos en jarra, sin miedo y con la ira en el rostro.

Cercas lo trata como un héroe. Pero lo retrata así llamando la atención sobre la paradoja de que el joven soldado Gutiérrez Mellado con camisa azul combatía junto al Alzamiento en Madrid en 1936. La mirada de Cercas es la de verlo como un sublevado en el lado del mal y que, luego, cómo son las cosas y el misterio del alma humana, tras décadas al servicio del régimen, se mantiene firme defendiendo al gobierno legítimo. Es mi mayor recuerdo del libro porque, en el momento de la lectura, pensé que Cercas no había podido evitar consumir el mismo retrato de los alzados y quienes apoyaron el asalto a la II República mostrados desde el lado de la derrota a vengar, contado desde el punto de vista de lo que pasó después y no de cómo fue el tiempo anterior. Es decir, no se ha puesto a pensar en qué pasaría por su cabeza, la del joven e ilusionado militante falangista (fascista por tanto), para superar su miedo y lanzarse al combate, retornar al Madrid republicano, superar una detención, y trabajar de forma secreta para el bando nacional.

Igualmente, no podría tampoco meterse en las botas de Antoni Espinós cuando, seguramente yendo en contra de la lógica más elemental, rescató la talla de San Vicente Ferrer y decidió ocultarla todo el tiempo necesario. En definitiva, si finalmente Gutiérrez Mellado terminó siendo buena persona, es bastante probable que tuviera ya madera de buena persona y portara buenos sentimientos e intenciones que, en su circunstancia, le condujeron a participar en lo que hoy vemos como el mal y que terminó en concordia. La cuestión es que puede que sea más útil para la causa de fondo de la derrota examinar la circunstancia de los contrarios que el intento de reconstruir el presente con el intento de extirpar las consecuencias del pasado.

En Chile, en 1988, el General Pinochet pierde el referéndum que convoca para mantenerse en el poder. No era el resultado previsto (¿qué dictador se va?), pero la dificultad de prever y planificar el futuro lo cambia todo. La historia de la campaña del no (que Pinochet no siga) está contada en un filme excelente que se titula directamente «No».

La trama de la película se centra en cómo, desde la oposición, hay que contar los mensajes y qué se le quiere decir al pueblo chileno. Todo nace desde el pesimismo porque, precisamente, si el Gobierno del General ha convocado un referéndum al que se había obligado a sí mismo y busca su credibilidad internacional, no lo ha hecho para perder. Se pueden imaginar que el sistema pone todo tipo de dificultades a las reglas para favorecer al sí. Eso hay que verlo, además, con un añadido: los militares llevan controlando los medios de comunicación desde el golpe de estado de 1973, por lo que su turbia relación con los derechos humanos no tiene demasiado espacio para darse a conocer internamente.

Así, los partidos especialmente de izquierda, perseguidos y apaleados, no creen que puedan ganar de ninguna forma, pero piensan que tienen que aprovechar la grieta en el sistema para poder hablar de represión, desaparecidos, torturas, muertos, persecución… En ello hay también un acto de lealtad a los que dieron sus vidas por la causa. Como dice el clásico: ¿para esto hicimos una guerra?

Pero el joven publicista acostumbrado a vender bienes de gran consumo cree que eso no va a funcionar. Duda, por supuesto. Tiene que lidiar con los prejuicios de los partidos relacionados con su ansia de ganar al pasado (no, Allende no puede revivir en La Moneda, y no se puede regresar a las calles de Santiago ensangrentada). Él quiere ponerle color a la vida, quiere hablar de futuro y de cómo recuperar la alegría y no de la dureza de las batallas pasadas. En una reunión conversa con una empleada de servicio de la casa playera de uno de los líderes opositores y se convence: ella, víctima directa del pasado, en lo que está pensando es en la estabilidad y en el futuro de su hija sin que la épica de la lucha contra la usurpación por los militares del poder le conmueva lo bastante. El tiempo, que ha pasado. Su miedo. Su circunstancia, debe ser.

Ganó el no, con un logo arcoiris sobre fondo blanco y con spots publicitarios de gente entusiasmada bailando.

La memoria es un artefacto defectuoso que devuelve historias de héroes y causas perdidas de modo impreciso, tratando de dar coherencia a retazos de emociones que puedan encajar en un relato aparentemente coherente. La memoria oficializada como una estructura ideológica dirigida desde la autoridad o el pensamiento dominante, tiene grandes opciones de ser un mero obstáculo hacia el futuro que no devuelve un plan para continuar con lo que nos importa de verdad.

Supongo que los nativos de Teulada están suficientemente contentos por el hecho de que la imagen del santo del pueblo pervive como símbolo de un misterio del que puede no creerse nada, pero que estaba allí cuando eras niño y había fiesta, dulces y fuegos artificiales. Y el por qué casi no llega hasta allí probablemente empezó a ser lo de menos hace tanto tiempo… que puede escribirse la hazaña sin que nadie tenga que morirse de miedo.

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