Lágrimas sanguinolentas

He tenido a Jaime Peñafiel, desde hace muchos años, como un icono pop y un prototipo de tonto contemporáneo. Y un resentido. Tonto contemporáneo es, todo el mundo puede tener su definición, aquél que teniendo entendederas, sucumbe a la estupidez demostrada a la vista con argumentos estéticos.

Por ejemplo: es una estupidez contemporánea argumentar en serio que Juan Carlos de Borbón tiene ¿exceso? de interés en las señoras y sus cuerpos por una especie de mutación genética específica del homo borbonicus: «sí, que ha tenido amantes, claro… Genéticamente es un Borbón, eso ha respondido a la genética de los Borbones

Le tengo también, como he dicho, como un resentido, pues no hay entrevista que no lea a este ilustre jubilado en la que no desprenda rabia hacia los ocupantes de la monarquía cuya vida ha fotografiado, relatado o enaltecido desde cientos de números de revistas de sociedad. Qué habrá pasado, qué no le habrán dado o reconocido que tantas palabras duras le provoca, aunque siga viviendo de ello.

Y es un icono pop desde que el inmenso ejercicio de cachondeo que fue eso que se dio en llamar movida madrileña fue capaz de escribir una letra como ésta para un temilla musical extraordinariamente divertido: «A finales del siglo XVI / el rey Felipe no sale de su habitación / Algo trama, no saben lo que es / y Jaime Peñafiel consigue la información

Los Nikis fueron capaces de añadir a esa estrofa algo tan brillantemente desmitificador del punk británico como «La reina inglesa nos ha provocado,
no irá a Benidorm este verano

Pero dado que estupidez y resentimiento son compatibles con talento, le leo a Peñafiel una reflexión que, sin que así lo califique, resulta de un alto potencial teatral y que sería una excelente línea argumental para que Guillermo Shakespeare hubiera compuesto otra magna obra sobre la realeza, el poder y la ambición.

Dice Peñafiel que el Rey -FelipeVI- llorará lágrimas de sangre si su padre, el Rey, muriera lejos de España. Y traslada un paralelismo entre el abuelo del Rey -Don Juan- traicionado por su hijo y aceptando la monarquía de Francisco Franco sin contar con él, con el abandono que el nieto hace ahora de su padre, Juan Carlos, al que ha mandado al destierro. La palabra que se hubiera empleado en el Poema de Mio Cid.

El relato es más grave: quien destierra al Rey -Juan Carlos- es el secretario personal del Rey (Felipe), en un paralelismo singular con otro giro de los acontecimientos: de cómo fue el secretario del monarca campechano quien comunicó a Felipe de Borbón que no podía casarse con la mujer que amaba. En ambos casos, el Rey contempla la escena y escucha la voz del valido.

La formidable perspectiva de los guiones de The Crown sobre la monarquía consiste en narrar el conflicto entre la razón de la institución y el alma sentimental que habita en todo rey o reina. El Eduardo VIII de la semi-ficción contempla a su sobrina aceptar la Corona en una narración mágica sobre la transmutación de la carne vulgar en un ser divino que deberá portar por siempre el peso inmenso de una corona cuyo resultado en una báscula es infinitamente menor que lo que supone en la conciencia. El cabrón del guionista lo presenta evolucionando en un arco que parte del desprecio y la superioridad, a la fascinación, nostalgia y amargura ante la pérdida irremediable de esa forma de anillo tolkiniano que es la corona.

La institución traiciona a los padres frente a los hijos, a los hermanos frente a los hermanos. «Te habla tu Reina», le dice la Isabel II televisiva a su hermana Margarita ante las frustraciones de cumplir con las expectativas de conducta de la familia real. La Monarquía se preserva a sí misma de cualquiera que sea la debilidad del ocupante temporal. Es fácil descubrir pues que, como los ricos, los reyes también lloran. Tus lágrimas y tu circunstancia: no sufrirás la falta de calor o de alimento, la falta de ropa o cobijo, pero la paz del alma no entiende de fortunas.

Aunque no deja de ser una tragedia para la literatura, es inevitable que se genere compasión frente a quienes viven en una jaula de oro en contra de su voluntad. La felicidad, esa ilusión esquiva. Más cornás da el hambre, sin embargo. Quizá el próximo príncipe valiente es el que sepa desmontar el cuento sin guillotinas ni horcas, para irse a sufrir por su cuenta y riesgo el extraño camino para estar en paz con uno mismo.

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