Luz frontal circular

Contaban que a Miguel Oriola se lo encontraron en la puerta de la escuela donde enseñaba fotografía cargado con una bolsa con decenas de tipos de películas en color.

Sí, todavía la fotografía eran emulsiones procesadas con ingredientes químicos y yo, como seguramente muchos otros, atravesaba esa época de tu vida donde todo lo quieres expresar en blanco y negro y crees que podrías ser, algún día, el nuevo Robert Doisneau.

Cuando le preguntaron qué hacía con tanta película encima, más en color, respondió que necesitaba hacer pruebas con todas ellas porque estaba obsesionado con el rojo del coño de su novia y que no lograba sacarlo como era. Oriola era el fotógrafo de la seducción, una de esas formas elegantes que tenemos de decir que adoraba fotografiar mujeres desnudas y que lo hacía bien. Era mejor todavía que ellas quisieran que las fotografiara desnudas: de hecho, él contaba que le llamaban espontáneamente para ello.

Oriola nos decía que había tenido una vida bonita, hace ya como más de 30 años de eso. Que hacía lo que le gustaba (fotografiar) en un sector que lo valoraba (la moda) y que ese oficio le había permitido conocer mujeres guapas y que, como uno termina relacionándose con la gente que conoce, pues él siempre había tenido novias guapas. Cuando le preguntaban por qué sólo hacía desnudos de mujeres, él respondía que no le encontraba ningún atractivo al colgajo suspendido de un hombre. El gesto de la cara no dejaba espacio para la duda.

Sus desnudos eran turbadores: no estábamos ante la contemplación estética del cuerpo femenino como ante cualquier Venus de la historia de la pintura, imágenes más o menos eróticas, sino ante esas escenas en las que sientes un imán irresistible que te empuja a quedarte absorto mirando al tiempo que no quieres que nadie perciba que lo estás haciendo. Un cierto secuestro de la mente. ¿Recuerdan ustedes cómo se sienten al contemplar El Origen del Mundo? Algo así. Las mujeres que leen aquí tendrán cierta dificultad para ponerse en los pies de este autor y, claro, de Oriola. Viva la diferencia.

En sus clases, al menos las que a mi me dio y al menos en su estado mental de la época, nos hablaba maravillado de los flash circulares. Aunque las cámaras ya enfocaban solas y te recomendaban aperturas de luz, conservaban muchos elementos de artesanía y práctica suficientes como para hacer distinciones de talento en cómo le dabas al dedo, independientemente de lo insustituible, la mirada. Y era todo caro. Mi último y prodigioso flash Nikon me costó cuarenta mil pesetas, que en euros no suena igual de contundente ni de esforzado de conseguir como lo eran cuarenta mil pelas.

Usar el flash circular, que era excelente para macrofotografía y otras aplicaciones comerciales, era extraño para cualquier fotógrafo artístico, y para los fotógrafos noveles que éramos nosotros un elemento verdaderamente desconocido. Un artilugio. Pero al dar un destello muy fuerte en primer plano y condicionar la apertura a ese punto oscureciendo los fondos, dejaba con primerísimos planos escenas completamente desacostumbradas. O que nos maravillaban.

Se plantaba en Fuerteventura – con su novia – y los pies, los muslos, lo que fuera, con esa luz disparada en conjunción con el sol en pleno, sumado a las texturas de los juegos de las dunas y los granos de arena diminutos y te dejaba la mente en suspenso. O se iba a la salida de la bañera – de su novia – y extraía cuerpos repletos de brillos de la humedad que eran una escandalosa ruptura de la intimidad de un baño. La escuela, que quería que sus fotógrafos hicieran dinero (con justicia), favorecía que sus maestros vendieran copias no enteramente perfectas o no destinadas a exposición a los alumnos. Así que compré dos, de tamaños fenomenales (positivar con el tamaño de tus piernas no era cualquier cosa) y aquí siguen. Una de ellas presidió el baño de las visitas durante mucho tiempo: la gente salía sin atreverse demasiado bien a explicar lo que había sentido al ver a la novia de Oriola saliendo de la ducha con, lo han adivinado, un coño de Coulbert del tamaño de un persona real encima de la taza del váter.

En los soportales de la plaza de María Soledad Torres Acosta, una tienda de chinos tiene un escaparate repleto de flashes circulares. En realidad, son focos, con sus postes para tenerlos de pie. De todos los tamaños. No cabe duda de que deben ser baratísimos. En las cercanías, cada tarde recorren decenas de jóvenes por la Gran Vía practicando para TikTok y cosas similares. Es obvio que la luz frontal va a crear mejores resultados visuales de sus rostros y primeros planos.

Tener la presencia de las antiguas modelos y artistas, la de las estrellas televisivas, es un bien cotidiano y alcanzable. Vas y lo haces. Se puede llamar banalización, democratización, etcétera, etcétera. Es, también, abundancia. No se puede decir que el resultado generalizado sea, precisamente, la estética de Oriola. Todo es, en general, más reguetonero.

Lo dice un defensor del reguetón, a pesar de todo. Pero ahí está, no se puede decir que haya tanta diferencia con los reportajes cuidados de las revistas de los años ochenta y noventa y lo que la ilusión de muchas jóvenes quiere representar ahora: tuve una compañera de trabajo a primeros de los noventa que hablaba de modo natural de «que te apuntabas a todos los castings», o un conato de novia conquense que había pagado cinco mil pesetas de entonces por hacerse unas fotos y que le metieran en una base de datos «por una ilusión». El conato de novio se burlaba de las pretensiones, lo que no sé si explica el fracaso como conquistador. Pero ellas no tuvieron la posibilidad de controlar sus juventudes en pos de un triunfo estético como ahora podrían hacer.

Liberados de la esclavitud técnica, los algoritmos son capaces de todo: de resolver cualquier condicionante de luz, color, y hasta el tratamiento de la imagen posterior: yo me descolgué de la fotografía el día que hubo que aprender Photoshop, y eso que yo odiaba revelar y positivar, y ya nunca volví a la fotografía. Quedan en las paredes muestras de lo que quise ser. Sigo disfrutándolas.

En otro rinconcito tengo un regalo que nos hizo a sus alumnos Juan Manuel Castro Prieto. Una pequeña foto de su territorio fotográfico favorito: el Perú. Castro Prieto era el mago del positivado. Todos los grandes acudían a él para preparar sus exposiciones. En su laboratorio, yo me quedé bizco. Con la infraestructura, con el conocimiento, con el oficio y los trucos para sacar del negativo cosas que nunca verías, provocar efectos para que el fotógrafo cree realidades que no estaban impresionadas en el haluro de plata. Era inalcanzable para nosotros los mortales.

Repaso su obra fotográfica y, no vamos a decir que sea un artista vulgar, que no lo es. Pero no es la mirada de los mismos a los que engrandeció con su técnica. En tiempos en que la música y la imagen son un oficio de recortar y pegar, quizá sólo queda el talento puro para emocionar con aquello que quieres contar, sin tener la limitación de los aparatos, las triquiñuelas y secretos de oficio, las miles de horas de dominio de artefactos e ingenierías. Cuando toda la historia del arte puede ser reciclada una y otra vez, en el cerebro de un hombre nacido en el siglo XX las preguntas son muchas sobre el talento y la emoción, pero seguramente no son las mismas preguntas tras los focos circulares apuntando a las caras de los nacidos en el siglo XXI. Qué bien recicla C. Tangana. Pero se vuelve complicado encontrarse con un artista que te cambie el punto de vista. Reescribo: se te vuelve complicado. Puede ser la edad. Quizá ese extraño demiurgo que es Bansky. Que tampoco sé si es mero efecto del ruido. Aunque lo que cuenta es cómo te sientes tú, incluso tras la luz directa.

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