Todos los salvadores de Helena
El rapto de Helena, la esposa de Melenao, obligó a los aqueos al asedio de Troya. En otras palabras: nuestros antepasados, inventores de la democracia y de la filosofía, esos de los que tan orgullosos nos consideramos, nos dejaron el mito inigualable de la resistencia de Príamo a una causa que el cine presenta como el triunfo del amor, pero que no deja de ser la recuperación de un derecho. Le arrebataron la legítima esposa al rey de Esparta.
En una visión contemporánea, bien podríamos decir que los hombres fueron a la guerra para rescatar a su mujer, sus mujeres, de la garra de una apropiación injusta. Haciendo una lectura simple del mito, se hizo la guerra por una cuestión de principio. De la misma forma, podría decirse que todas las mujeres afganas se llaman Helena. Y que la apropiación de su vida y de sus opciones para decidir sobre su destino, son nuestra guerra de Troya.
Nadie fue a Afganistán a salvar a Helena, sin embargo. Como no hay forma de comprobar las bases históricas de la guerra de Troya y la lírica nunca estuvo para decepcionarnos -sino más bien para emocionarnos- los poemas de Homero no van a presentar una guerra por el vil comercio, la defensa de las rutas mercantiles o la mera existencia de una civilización. La búsqueda de Bin Laden, una venganza, quizá como la de Melenao, pero sólo con las chicas de por medio cuando en Occidente aprendieron lo que era una burka -sin distinguirlo del chador o la abaya– también termina en relato épico: La Noche Más Oscura. Lástima que el poema sigue escribiéndose al tiempo que los suicidas se arrojan sobre las masas que huyen en los aeropuertos afganos.
Mientras, se suceden los gritos para salvar a Helena en Kabul. Elvira Roca, especialista en generar enemigos, escribe un texto que llama Afganistán y el Género de los Ángeles y que resumo en lo esencial: mientras nuestras feministas del mundo y sus seguidores le dan vueltas a la condición de género, nadie está dispuesto a empuñar un AK47 contra los AK47 de la insurgencia talibán, con la misma parsimonia que los teólogos bizantinos vieron la entrada de las tropas turcas y decretaron el fin del Imperio Romano sin decidir sobre el sexo de los ángeles. Es decir, no tenemos ningún Ulises en la sala con sus correspondientes Aquiles y Ajax dispuestos a aniquilar a los Héctor musulmanes que tienen a Helena encerrada en Troya.
La constante de nuestro tiempo es que es fantástico cambiarse tu avatar en una red social mostrando nuestra solidaridad infinita por los negros muertos por la policía de Estados Unidos, los fenecidos en cualquier terremoto y reenviar grandes sentencias en imágenes creadas en Canva por el presunto asesinato de un joven homosexual, entre gritos de maricón y otros desprecios. Pero, en la práctica, tu negritud de salón no se traslada a tu cuenta corriente ni a tu actividad diaria.
Aparece la ex directora de un famoso periódico portando una declaración repleta de firmas que es capaz de llevar a un ministro y con ellas hacerse una foto todos juntos. Pero ninguno parece dispuesto a enviar a sus hijos al combate con la eventualidad de que, por eso es una guerra, sean muertos por bala ajena o, lo que sería más trágico, degollados por guerreros semimedievales sin escrúpulos: como los invasores de Constantinopla. Algún artículo he leído en defensa de la Edad Media ante el entusiasmo por adjetivar así a unos comúnmente analfabetos estudiantes del Corán.
Es tanto el amor que tenemos por nuestros hijos, que no estamos dispuestos a tenerlos. Pero sí a sustituir el amor filial por el amor a los gatos: nos aseguran que en España ya hay más animales domésticos que, eso, niños. Leo a una individua decir que su perra es su compañer@ de vida. En realidad, vamos a suponer que todo esto es el triunfo de la racionalidad y de la no violencia: los hombres y las mujeres, en el esplendor de su civilización, se rebelaron contra las imposiciones de la naturaleza para poder perseguir sus intereses vitales.
No, no hay hijos que interfieran en la búsqueda del placer y la autorrealización. No, no partimos el cuello de las gallinas para homenajear a una visita y nos espanta que los cerdos vayan hacinados en camiones: ¿y si fuera tu cerdito el que va en el camión?. Matar resulta absolutamente despreciable y cruel para el entorno cultural moderno, lo cual no tiene más remedio que ser visto como algo en general loable y como un triunfo de la sensibilidad sobre la brutalidad.
Éste quien les escribe, no hizo el servicio militar. De hecho, renunció a él acogiéndose a la legislación vigente del momento. No tuvo las pelotas de hacerse un objetor de conciencia militante, de esos que no se presentaban al cuartel para luchar contra el militarismo: un insumiso. Aunque, en esos tiempos, yo era partidario de un presupuesto de defensa de unas decenas de pesetas para comprar una cinta de cassete y grabar un mensaje al enemigo consistente en «no disparen, nos rendimos», la cárcel no era una perspectiva que me entusiasmara. Así que tragué con el hecho de que para renunciar tuve que declarar cuáles eran mis razones religiosas, morales, éticas o filosóficas para inclinarme por esta decisión. Yo, en el impreso, sólo escribí «éticas y filosóficas» y luego pasé un año de portero de noche de un orfanato. Lo moderno es llamarlo centro de no sé qué de acogida de menores.
Quedo, por tanto, invalidado para pedirle a los demás que vayan o manden a sus hijos a salvar a Helena. Aunque, tal y como se está saludando, esto sea el fin del imperio americano y la subsiguiente caída de la civilización liberal occidental de una forma más rotunda y triste que la propuesta por los cretinos que han elegido mis compatriotas como partido de gobierno. El mito es que trescientos espartanos dieron su vida en las Termópilas para salvarnos de los persas y, de paso, la futura civilización greco-romana, con sus arcos de medio punto y su fantástico derecho. Si los espartanos hubieran engordado, se hubieran dedicado a alimentar perritos que no hacen nada en el rebaño y hubieran decidido que ser máquinas de guerra invencibles no era su plan de vida, ahora no estaríamos aquí. Nadie sabe de la opinión de las madres de los niños deformes arrojados al barranco de Taigeto, una historia que seguramente no es cierta, pero es un mito relevante en la construcción de una sociedad militar.
En algún momento de los noventa visité Viet-Nam. Lo más interesante del país era una cocina magnifica que siempre, siempre, venía acompañada de cerveza fría, lo que no era particularidad frecuente cuando se viajaba a lo que aún parece llamarse tercer mundo: la culpa era de los soldados americanos, que dejaron la costumbre, a pesar de ser invasores y culpables de deformidades y mutilaciones, poniendo por el camino a las guerras en un lugar más prestigioso que el de sus crímenes intrínsecos: influencia y cambios. Consumidores de todo tipo de cine victimario americano (a fin de cuentas, a los vietnamitas les gusta recordar la diferencia de muertos de cada bando y, en serio, es sonrojante) visitar las cuevas del Mekong y hacer chistes diciendo que viene charlie era una necesidad de chicos cultos.
Pero en el trayecto establecido para meterse en esas trincheras y ver lo complejo y angustioso de superar los bombardeos y vivir haciendo trampas de bambú y provocar heridas horribles, aparecieron en una especie de bus que nos transportaba dos mujeres israelíes. Jóvenes. Es relevante porque como gran atracción fin de excursión, los astutos vietnamitas tenían una sala de tiro en la que practicar con un AK-47 y un M-16 y pensar por un segundo que se puede ser como Rambo o vengar al coronel Kurtz.
Los valientes hombres españoles no teníamos ni idea de cómo coger un fusil, nuestras dos israelíes se arrojaron sobre los M-16 y se lo tomaron como una fiesta. Es por todos sabido que hombres y mujeres realizan el servicio militar obligatorio en Israel (igualdad). Los primeros, dos años y ocho meses; las segundas, dos años: parece que la igualdad siempre es relativa, o filtrada. No es un servicio militar para pasar el rato: se aprende a sobrevivir como país, nación y cultura. Si desde que naces como hijo de mujer judía tienes claro que puedes ser asesinado por el mero hecho de serlo, no debe quedar mucho tiempo para la especulación. Aún así, Israel es lo suficientemente tolerante (o curioso) como para aceptar que su población fanática religiosa (jaredí es más bonito, pero son fanáticos) no haga el servicio militar, gente que ni siquiera le concede al estado de Israel la posibilidad de representar el reino de dios.
Naciendo en un país que cuenta en cada década con un intento de arrojarlos al mar, de envenenar sus aguas, de mirar de reojo a gente que puede subir a un autobús con una bomba dispuesto a suicidarse, con las fotos en los comedores de los abuelos desaparecidos en los campos y hasta las llaves de las casas de donde fueron expulsados en cada pogromo o en cada decreto real, uno piensa que no queda tiempo de pensar si hay que rescatar a Helena, se la rescata.
Críticos de la nación judía, no se entretengan ahora en la justicia o injusticia de la presencia sionista en Palestina, acepten el hecho de que están ahí y con una voluntad de superviviencia que parece clara, hasta el punto de que cada hombre y cada mujer sabe usar un rifle y qué tiene que hacer cuando cae un misil en un barrio residencial, ese sitio donde viven mujeres y niños.
Confieso que tuve algo de envidia de las mujeres israelíes. Una especie de constatación de que para ser un hombre de verdad, uno tiene que enfrentarse a todas las realidades de la vida: el combate por la supervivencia a vida o muerte y lo que puede ser tener un hijo y plantar un árbol: ver cómo crece tu huerto y tu hijo lo hereda. Que no es otra cosa que la intensidad dramática de la restricción genética y vital de la humanidad en sí misma: algo nos dio conciencia y hubo que inventarse a dios y la inmortalidad para que cuidar hijos y defender la tierra para el futuro tuviera sentido. ¿Tiene algo de nietszchiano esto que digo?
Lo sea o no, es atractivo. Es vital. Es sentirse vivo por un propósito. Es ser un mono con un hueso dando palos, pero sintiendo la furia de la mente para lo bueno y lo malo. ¿Manejar un M-16 o una espada y comprender cómo matar y creer que es tu obligación defender a los tuyos de las cimitarras ajenas dispuestas a matarte, te hace un hombre puede que más prudente e incluso más sabio? No lo diríamos de los talibán, así que debe haber un estado ético donde sí, donde la legítima defensa tiene una elaboración intelectual en la que sí te conviertes en un anciano que sabe usar la violencia para algo útil. Es igual: ni yo ni mis vecinos iremos a morir a Kabul, no permitiré que mis sobrinos pasen por ello. Y tiene una dimensión ética mucho mayor.
Probablemente es el fin de Occidente tal y como lo conocimos, pero en vez de ser una decadencia mágica con Mahler sonando y el niño Tadzio mirando tu ridículo, sucede con TikTok y las mujeres jóvenes vestidas de novias de narco en un reguetón interminable. Los hombres de la cimitarra son más fuertes que nosotros, porque no tienen miedo a empuñar un AK-47 y piensan, están convencidos, de que el paraíso existe y su fe les lleva a ello. Refinados en nuestro pensamiento, lo más que hacemos es dejar a dios en un rincón inconfesable o soportar la existencia sin él con gracia, regodeándonos en el momento en que disfrutamos de la grandiosidad de un oratorio de Haendel siendo un perfecto ateo. O el sabor de un café cosechado a mil ochocientos metros y fermentado entre frutos rojos para darle otro aroma: me gusta más que tener que portar un M-16 y anhelo el suficiente avance tecnológico para defender la integridad de Grecia con muros de madera de autómatas y drones que detienen a los hombres de la cimitarra lejos de nuestras cosechas de vino.
Lo que implica que nosotros no salvaremos a Helena.
2 septiembre 2021 a 1:48
Ha sido la noticia de estos días, y es el corolario perfecto: