Había razón en sospechar al ver a la gente en gayumbos de Batman

Leo al político: quiere hacer política para adultos. ¿Qué será ser adulto?. Por pura lógica, sí sabemos lo que no es: ser niño. El problema cognitivo surgirá entonces a la hora de separar lo que es un adulto de un infante.

Leo a otro político: que el político anterior es «profesional, serio, dice el menor número posible de tonterías por minuto, trata de mantener la racionalidad en el discurso». Con lo que tenemos un léxico de ideas de la contraposición entre el estatus del adulto y el del que no lo es: serio como compromiso (se entiende, que no aburrido, o puede que también o más proclive), ausencia de tonterías (¿la bobada? ¿la broma?: es peor la bobada) y racionalidad: siento que cuando hablamos de racionalidad creemos que damos con la objetividad, con la fortaleza de los hechos hasta el punto de que nos permite justificar la conducta. Puede que cualquier conducta.

Justificarse sería otra forma de denominar a la renuncia: renuncia a lo inalcanzable, renuncia a tus principios, casi abrazar la traición, renuncia a la omnipotencia. Aceptar, en algún momento humildemente, los límites de tu habilidad, talento y de tus siempre excelentes intenciones. La seriedad, como el aguafiestas, porque te detuviste a planear las consecuencias de las decisiones (decisiones, aciertos, tonterías y bobadas serían todas palabras del mismo barrio).

Se derivaría de este mismo argumento el hecho de que no basta con proclamarse adulto -una excelente intención- para serlo. O aspirar a serlo. Tengamos en cuenta que la psicología moderna ya ha demostrado que no podemos ser enteramente racionales y que no tomamos decisiones perfectamente apoyados en la lógica: los pobres economistas cambiando sus modelos para encontrar la forma de anticipar que las decisiones sobre el dinero (comprar, ahorrar, gastar ahora para tener en el futuro) no se toman enteramente por la racionalidad de maximizar algo… Vete a saber qué algo.

Una actriz famosa se resigna: «es una característica de nuestra generación y nos pasa en general porque, cuando hablo con mis amigos cuarentones, nos creemos todos veinteañeros. Eso tiene una parte maravillosa, ya que te permite tener un tipo de vida que es muy divertida, pero…». El pero final tiene que ver con enfrentarse a una renuncia que no tiene retorno: en su caso, asumir que se le hacía tarde para la maternidad, e incluso para la posibilidad de congelar unos óvulos que también envejecen, como la portadora.

Envejecer, he ahí un límite. Asumirlo, una aceptación. No tener lo que soñaste tener, una renuncia. Conservar la creencia de la vigencia de los veinte años es «divertido» y, por tanto, «no serio». Si no es serio, es irrelevante. Y si es irrelevante, en tu percepción, no existen consecuencias de tus actos. Es como una condena.

Los antropólogos (fueron ellos, ¿sí?) nos informaron de los ritos de paso. Del cambio de estatus. Las niñas descubren un día que la regla (que se llame regla, como una norma, como un fenómeno establecido, ya dice bastante) cambia su estatus biológico: ya pueden ser otra cosa. Desde luego, madres. El acuerdo común es que dejaron de ser niñas y en el mundo de tecnologías más precarias aparecía un problema: el control de natalidad o, lo que viene a ser lo mismo, si hay suficiente comida para mantener a tanta prole. Sí, claro, y para poner límites al reparto de la propiedad. Dejar de ser niño (niña) tiene consecuencias.

Podemos suponer, por tanto, que la maravilla tecnológica de poder evitar los embarazos no deseados permite mantener la ilusión de la diversión permanente y de la no consecuencia: es indudablemente mucho más divertido aparearse con frecuencia y sin preocupaciones que no hacerlo.

He aquí un salto mortal intelectual interesante: que la tecnología infinita, que cuando es buena es indiferenciable de la magia, permite seguir divirtiéndose más tiempo renunciando a los ritos de paso habituales o, simplemente, paliando las consecuencias de no ser adulto. Los ritos de paso masculinos son más (o eran más) de hacer machadas: matar el primer león, o poner la flecha más lejos, puede que aprender a asesinar al vecino o tan solo cortarle el cuello al cerdo y verlo berrear degollado.

Este señor que se hace mayor se quedó pensativo un día en algún vestuario de alguna piscina o de un edificio especializado en hacer deporte: sus compañeros de hazañas competitivas de los viernes por la tarde -mucho más jóvenes- vestían gayumbos como los calzones de supermán, esas bragas que les ponen a los superhéroes en los tebeos. Los mayores (¿o los adultos?) llevamos gayumbos de película americana de los años cuarenta que, por supuesto, nos pareció (antes de ser adultos) mucho más persuasivo para las damas en un momento de intimidad que los clásicos calzoncillos de algodón blanco: «Al cumplir como soldado, en tu interior Abanderado». Tampoco es nadie soldado ya, no hay que aprender a arrojar lanzas (o sea, balas): se puede prolongar la diversión. Dichosamente, dicho sea de paso. Corolario: es probable que las damas jóvenes temporalmente motivadas ante un señor maduro (¡adulto!) pierdan la ilusión al contemplar gayumbos pasados de moda y el sueño erótico de dejarse acompañar por la veinteañera exuberante se termine.

Cerremos la digresión erótica. Tesis: los gayumbos de supermán (con marcas profundamente aspiracionales, eso sí) coinciden en el tiempo con la pasión por jugar a todas horas juegos que conservan algo de los juegos de niños. O coleccionar estatuillas de personajes de Disney. Ver doscientas veces La Guerra de las Galaxias. Estar atento a la siguiente de Spiderman y llevar a tus hijos no por ellos, sino por ti. Poder ir a la oficina en pantalón corto con una camiseta de AC/DC.

Big, el éxito de Tom Hanks, podría ser una de las grandes películas de todos los tiempos en vez de una tierna historia muy entretenida si se acometiera un único cambio: en vez de ese plano final del niño al que se le termina el hechizo, se hace pequeño (vuelve a ser pequeño), deja de caber en el traje y regresa a la casa de sus padres, comprobara que ya no puede ser niño nunca más. Que la magia de la hechicera de feria que le permitió cumplir su deseo -ser adulto- dejó de funcionar y que, al descubrir que no te gusta, no tiene vuelta atrás. Renunciaste, mi amor, acéptalo.

Una mañana un sátrapa con un tanque cruza una frontera y bombardea indiscriminadamente a lo que se llama población civil. En términos claros: a personas. A adultos y a niños. Destruye sus casas y sus infraestructuras para el bienestar. Gusta entretenerse en el análisis de motivaciones y razones de estas realidades poco dadas a ser vividas con sus consecuencias reales en el metaverso. Incluso hay momento para la autoinmolación y se tiene compasión con el agresor, pero lo cierto es que la realidad termina por existir y te da una bofetada en la cara: vas a tener que aprender a renunciar en nombre de las consecuencias de tus actos y los actos de otros.

Desde que contemplamos impotentes como el mal existe, nadie dice amigues. Te empiezas a quedar sólo en medio de la tontería, como si tuvieras que medir el número de tonterías por minuto que puedes decir. Terminó el juego, aparecieron los límites. Surgen los héroes que no querrían haberlo sido. No da tiempo a vivir otra vida, tenemos ésta, el niño debe aplazar el sueño y ser adulto y administrar las consecuencias. Resulta que no es en absoluto aburrido.

2 Respuestas a „Había razón en sospechar al ver a la gente en gayumbos de Batman“

  1. Iván Fanego Dice:

    Muy bien escrito, como siempre.

    Pero voy a desmontar tu aparente profundidad argumentativa mientras me tomo una mandarina.

    Estas olas de «infantilización», ¿son nuevas? ¿son recurrentes?

    En la Selectictividad (que ahora creo que es EBAU y en mi año se llamaba de otra forma, creo que PAU) nos cayó un comentario de texto de Ortega y Gasset. Justo hablaba de la puerilización de Europa y Occidente, de que nos infantilizábamos y todo ese rollo.

    Por supuesto, no tenía películas de superhéroes para criticar (ya había cómics, eso sí. Muchos de esos personajes sobreviven de hecho, casi 100 años después). Pero la idea era la misma: ¿no será que es un tema de percepción generacional que se repite ciclo tras ciclo?

    No me cuesta imaginar hace 2.500 años las críticas al adulto soñador que se pasaba el día recitando a Homero: «eres un gañán, Autolicus, ponte a recoger el pesebre y deja esas historias para niños».

    En cualquier caso, contraponemos lo adulto con lo heroico y quizá sea al revés.

    El mal existe y en los tiempos oscuros las historias de héroes, con sus mallas, nos iluminan.

    No deja de ser curioso que el gran héroe de estos días sea un humorista.

  2. Gonzalo Martín Dice:

    «¿no será que es un tema de percepción generacional que se repite ciclo tras ciclo?» Sin duda eso siempre ocurre. Lo estás interpretando como una visión de conflicto generacional (ese es en el caso de «el reguetón no es música»), esto es más de un estado cultural: si evitar tener que tomar decisiones con costes es algo que se puede posponer porque la tecnología lo permite (y la tecnología es de doble uso) entonces estaríamos ante un estado de la cuestión que tarda más tiempo en ser «adulto» entendido como hacer frente a tener que hacer elecciones y renuncias. Ahora se quiere comer y no engordar, beber pero que el alcohol no te joda el hígado, comer carne pero que no sea carne, tener tetas si no las tengo, etc. Como sucede con las redes sociales, el ego estaba ahí oculto hasta que una tecnología lo liberó, no porque la gente se hicera ególatra de repente, es que ahora puede. Esto es algo similar. Como todo, tiene su mirada melancólica sobre la condición humana.