En defensa propia
El relato es hermoso. Es el de un urbanita que acude a ver un terreno que le deja un abuelo fallecido y en el que, tras sentarse en él, toma la decisión de no regresar a la ciudad. Y así pasaron seis años.
El relato es el de un hombre en busca de sentido y de cara a la naturaleza. Se queda con los huevos de las gallinas del abuelo, hace que pongan más y resultan un medio de vida. Tiene cabras. Las cabras algo hacen, pero no le gustan las cabras y se libra de las cabras.
Planta cien almendros. Pero mueren todos por inexperiencia. Planta cien olivos, pero las cabras se comen todos. Planta tomates, pero los primeros años la maleza es más alta que las tomateras.
Hasta que, dice, «la naturaleza me enseñó». Los tomates son tomates y el terreno se vuelve productivo y predecible. Yo ya no veo la naturaleza. Ya veo el ingenio humano y la voluntad de dominarla, no a una maestra.
Me conmuevo ante un bucolismo tan propio de Virgilio, la vida en paz del aire libre y el sonido del viento en la hierba. Pero jamás llamaré armonía o equilibro con la naturaleza al combate del hombre por el bienestar ante la crudeza de lo salvaje: los almendros no los mató él.
Cambiar el paisaje es la lucha por la vida y es un combate en contra de la naturaleza, no en su favor. Quizá sea manipulación el término feliz ante enemigo tan gigantesco. Tecnología (brasas) frente a dureza y amargor (la papa bajo la tierra).