Volvieron a decirme que, al teléfono, mi voz era la de un locutor de radio. «Será la genética», me digo en mi interior. No es la primera vez: a alguien le dio por apellidarme
la voz, capricho que yo sólo asocio a
Frank Sinatra, que en paz descanse. Pero era un apellido defensivo: como pauta permanente en su vida (es decir, soy culpable), uno está acostumbrado a no dejar indiferente, amor u odio. La voz, en este caso, era producto del rechazo. A la voz, decía. Al resto, se supone. Hoy es ya irrelevante.
Pero el atributo reaparece, no sé si en el momento justo, pero sí cuando más conciencia va adquiriendo un servidor de que, sí, hay deterioro: el cabello, como el algodón, no engaña. La grasa acumulada, la que dicen que no se pierde, ahí está esplendorosa en mi cuello aunque mi peso no se corresponda e incluso mejore. Todo eso hace que visualmente, en los vídeos que la orgía de desintermediación mediática del internet de nuestros días, la contemplación de mi efigie y gesticulación se me vuelva opresiva y nefasta.
Mejor me quedo a oscuras. Habrá que centrarse en la voz.
Etiquetas: efigies, egos y coqueterías, gargantas, voces
Este artículo fue publicado el jueves, 7 octubre 2010 a las 21:43 y archivado en Sin categoría. Puede seguir los comentarios de esta entrada a través del RSS 2.0.
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