Wonderboys
¿Es Schoenberg lo adecuado para sumergirse a escribir? Es decir, si es alimento que nutra de calma y abandono al espíritu para sentir sólo el teclado, que la pluma murió o únicamente sirve para hacer la nota del supermercado. Si sabe usarse, gilipollas es la palabra más grande del castellano y su equivalente perfecto en inglés americano sería asshole, que no significa literalmente lo mismo pero desde luego sí lo es emocionalmente y suena grandiosamente cuando se le da el mismo tono de perfección ofensiva que puede dársele a gilipollas. Schoenberg me aguanta el intento de hilvanar el relato.
Nubes irresistibles me llevan a decirlo. Aaron Sorkin ha resumido el cuento en lo esencial que se espera de un buen dramaturgo, hallar esa especie de rosebud que nos explica a todos, la idea elemental de por qué vas e hiciste tu razón y tu sinrazón. Los chicos listos no lo tienen todo y, generalmente, lo que no pueden tener cuando tienen todo lo demás, es a la chica. Si Mark Zuckerberg es así o es sólo la historieta, honestamente, me importa un comino porque la historia, aún cuando la realidad tiene la manía de superar a la ficción es sus posibilidades e interés, tiene lo que tienen los buenos dramas, una especie de explicación universal del bien y el mal, del amor y del desamor.
Schoenberg sigue allí. Todo empieza porque el muchacho de insoportable inteligencia dialéctica es cualquier cosa menos un dechado de lo que ahora llaman inteligencia emocional, algo que seguramente se explica mejor recurriendo a la menos glamourosa pero rápidamente comprensible palabra tacto. Tacto y consideración. O ausencia de soberbia. Renuncia al ego. Adquirir complejo de superioridad ante la evidente propia superioridad. Y la chica lo abandona con la cerveza en la mano mientras lo retrata: gilipollas. Asshole. La inmadurez y la frustración afectiva lleva a estas cosas: a vengarse y publicar en la red la verdadera talla de sujetador de la dama, una falta de caballerosidad que no hace falta explicar. O vengarse de todas las mujeres del mundo publicando sus fotos de forma que todo post-adolescente pueda votar su potencial como compañera de apareamiento sin que nadie se lo haya pedido.
El destino, nuestro caracter, lleva a todo lo demás, pues la venganza es tan brillante que conmociona al campus de todos los campus. Provoca encuentros fortuitos y lo que tiene el fluir de las ideas. Jóvenes aprendices de master of the universe le dan forma a lo que el joven despechado ha provocado. Quizá también humillado por no pertenecer a los círculos del establishment elegante, dice prometer algo pero, en su lugar, prefiere ir por su cuenta sin advertirlo. En realidad, todo eso es igual, pero por no dejarles con el hilo de la historia a medias. Termina Schoenberg, hago el mismo esfuerzo con Bartók.
La idea resulta tan buena que atrae a quien tiene que atraer. Dinero y belleza. O, al menos, la promesa del dinero y la cercanía de la belleza. El relato representa a Sean Parker, el tipo que consolida los sentimientos estratégicos del dubitativo protagonista frente a las alternativas de los primeros compañeros de batalla. Dan igual. Lo importante es que Parker, que inventó Napster, le hace ver que conformarse con un millón de dólares a corto plazo cuando puede tener un billón de dólares y poco menos que dominar el mundo es mucho más interesante, que no intrínsecamente mejor. Le fascina cuando explica su venganza sobre la industria musical: él no tendrá el dinero, pero ellos nunca volvieron a ser, la industria discográfica firmó su sentencia de un futuro, si no mortal diferente, cuando cerró Napster. Y ese orgullo por la destrucción creativa del mundo es mucho más fuerte.
La escena es fantástica: Parker alecciona a Zuckerberg para que se presente ante unos inversores de riesgo en pijama, que se disculpe porque ha tenido una dura noche, que indague quién es fulano de tal y, cuando fulano de tal se presente, mandarlos finamente a la mierda dando recuerdos del Sr. Parker. Es ahí donde la memoria me trajo a Josh Harris: la escenificación del juego de efervescencia destinado a seducir al inversor, la arrogancia de jugar a por los billones y no los millones, la petulancia de wünderkids listos como ratones orinando en los jardines de los viejos y establecidos y, en el caso de Harris, jugar a que quiero humillar a Steve Ballmer, era todo lo mismo. Y yo estuve ahí un ratito. Sin duda, a estas alturas, la inspiración la tiene que soportar Aaron Copland.
Es una energía que seduce: la habilidad, el mérito, el talento, el descaro de la juventud, la irresistible fuerza de comprobar que eres capaz de cambiar el mundo. El vértigo de Jobs o Gates, comprobar sentado como la humanidad entera cambia bajo tus pies. Y, por supuesto, el ansia de ser eso mismo de todos los que nunca lo serán. Sí, el Zuckerberg-película se comporta como un gilipollas y trata legalmente de arruinar los derechos del amigo real, del compañero de cuarto que puso el dinero para empezar. Lo que los indios llamarían especular con la propia empresa como modelo de negocio o lo que, simplemente, Harris hizo conmigo en una burbuja que él mismo arruinaba cada vez que los señores de la corbata a los que se había ido a ver en pijama recordaban como su último millón de dólares se gastó en una gran fiesta que, por supuesto, no creó una revolución a pesar de las promesas.
Schoenberg también cambió el mundo aunque el mundo sea demasiado grande para cambiarlo. Seguramente, no lo sabía. Y no lo sabe casi nadie. Otros tiempos. Cuando Harris salió huyendo y nos dejó a los españoles sentados, Vicente dijo: «tranquilo, él no tiene chica y nosotros sí». Los conflictos de Zuckerberg con sus ex colaboradores muchos menos brillantes, en varios casos especuladores en si mismos en el juego de maestros del mundo, ridículos en el fondo, se resuelven en arduas negociaciones legales.
Sorkin pone una abogada en su equipo defensor que apenas participa en el contenido de las reuniones, salvo para pequeños mensajes de apoyo, diálogos menores. Pero sus miradas dicen lo que no dicen las palabras. El mensaje de los ojos es entre lo maternal y la fascinación por un Zuckerberg con aspecto de quinceañero, borde y suficiente, genialoide por momentos. Si se ha visto, es en cierta forma la misma estupidez del Aaron Altman de Albert Brooks en Broadcast News quien, por cierto, tampoco se lleva a la chica. Sí, por supuesto, estás pensando que ella, como suele decirse, siente algo por él y que en el momento adecuado del clímax, aparecerá para la redención final.
Se quedan, finalmente, solos en la sala de reuniones que ha servido o debiera servir para evitar un juicio. La abogada le anuncia lo que le espera: un acuerdo en el que deberá pagar una cierta y sonora cantidad de millones de dólares a cambio de silencios y otras bagatelas, pues será lo racional y conveniente más allá de razones, que dan y me dan igual. Zuckerberg interroga por la posibilidad de quedarse más tiempo en la sala, está conectado y lo que vemos es cómo encuentra a esa primera chica, sí la que le dice asshole en la mesa del bar, que tiene página en Facebook y a la que le pide ser amigo. Zuckerberg refresca insistentemente la pantalla a la espera de reacción, seguramente porque está online.
Pensamos que la abogada quiere aprovechar el momento de soledad para dar en cierta forma el paso de provocar su atención. Sigue con sus formas enternecidas. Una oferta que rezuma únicamente cortesía por parte de Zuckerberg para tomar algo es rechazada. Ella inicia su camino de salida y le habla con suavidad, con los espectadores desconcertados y verdaderamente agradecidos por no haber llegado a lo trivial. Pero le habla: «¿sabes? no, no eres un gilipollas, pero es increíble el esfuerzo que haces para serlo». Y hace mutis. En la pantalla, sigue la chica que no responde. Al final del día, todo es por aquello que no puedes conseguir y que, probablemente, no conseguirás.
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