Felicidad sospechosa

Siempre me recuerda el Doctor Piernavieja que, pasados sus primeros tiempos de negocios de expatriado en Colombia, alguien le explicó que a los niños colombianos se les enseña desde la escuela que es de mala educación decir que no. Para el comerciante extranjero es un rito de paso ser iniciado en esta circunstancia y, como sucede con los buenos alcohólicos que se retiran, es otro momento importante reconocerlo. Por tanto, el viajante tiene que aplicar un fino criterio para intuir, que no saber, cuándo la solicitud de oferta o de continuidad de un posible negocio es real o, simple y llanamente, pura cortesía.

En el país en el que prácticamente a diario se asesina en el campo a un activista social, la sanidad no llega para todos, la escuela pública no es querida y que sufre con su selección de fútbol; en el país que acaba de pasar una quincena de protestas callejeras y se proclama agotado de la corrupción y quejoso de la desigualdad (cuyo significado se pierde confundido con el elitismo más drástico); en el país de las congestiones de tráfico insufribles, del papeleo atroz, del miedo al secuestro aunque no se secuestre; en el país que esconde los teléfonos móviles para no tener que recuperarlos en el comercio ilegal… las encuestas dicen que, ese, es el país más feliz del mundo.

Semejante hecho, y aun cuando demos por hecha la felicidad que sin duda aporta la rumba dulce de reguetones y vallenatos de todas las renovaciones estilísticas, es difícil para un observador fino no esperar que, interrogado un colombiano de a pie si es feliz, le vaya a decepcionar a su interlocutor diciéndole que no. No, marica. Dice el titular que esos colombianos felices son, al tiempo, los menos optimistas. Me dirán que no es lo mismo, pero dan ganas de decir ¿en qué quedamos? Y no, esa calle de arepas y raciones de fruta no es nada optimista. Aunque haya números que demuestren que no todo son motivos para el pesimismo.

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