Con las vendas caídas
La parte vieja de Calpe, está en lo alto de una loma. Si aparcas en el llano, tienes que subir toda la loma hasta llegar hasta las calles de lo que fue rural y hoy es pintoresco. Dentro de lo pintoresco, está el único bar que durante décadas era capaz de poner vidrio, hielo y licor como es debido.
Así que una noche sí y otra no subo, hacia el final de la noche, con la idea de que me pongan un ron, sentarme al aire libre y leer un rato. Y cada noche me siento al lado de Fernando, otro nómada digital, que se ha encerrado frente a la playa mientras sigue vendiendo a algún inglés y, por supuesto, el plan novela no se lleva a efecto, pero nos reímos de todo él, yo y el barman.
Subía la víspera jadeando. Lo atribuyo a las densas mascarillas de fuerte seguridad que damos en consumir: pasa poco oxígeno y sientes que te ahogas cuando aceleras o cuando subes una rampa. También puede ser la edad, que no perdona como todo el mundo sabe. O la pura combinación de ambas cosas sumado al deplorable estado de forma física de quien ni trota ni camina en un año de encierro.
Me descubren a lo lejos en el último tramo de calle ascendente y se ríen del caminante. Se trata de mi momento Blancanieves: han dado las doce y es, al fin, legal caminar al aire libre sin taparse la boca. Me sorprendo porque no era consciente de que el día había llegado. Y siento una alegría a medias, un punto forzada: me libero feliz del estorbo, pero siento que me falta algo.
En un periódico leo hoy que hay prudencia en el retiro del aditamento: entre sentirse extraño y creer que la precaución sigue siendo aconsejable. Incluso emplean el término Síndrome de Estocolmo. Es ahora cuando recuerdo el fenómeno contrario, la de veces que he tenido que volver por marchar con toda confianza habiendo olvidado en la casa mi mascarilla blanca.
Es decir, no sentía ese punto de desnudez en el olvido cuando era obligatorio y sí lo he sentido cuando ya es sólo un acto de voluntad.
***
Cuando el confinamiento terminó, celebramos como si fuera el fin. Pero no terminó. El fin de las bocas tapadas, aunque parcial por el momento, seguramente no será ningún fin. Soy incapaz de imaginar de nuevo el mundo como era: en cierta forma, me voy a dormir con la sensación de que se vivirá eternamente con un cierto síndrome israelí: las sirenas que anuncian ataques aéreos pueden sonar en cualquier momento, y siempre vives listo para correr al refugio.