Haciendo amigos
No sé si en realidad le descubrí, tomé conciencia de cómo era o, simplemente, fue un punto de inflexión en su vida cuando mi amigo se quejó. Debe hacer un lustro y medio cuando se lamentó, con un cierto tono reprobatorio, de que fuera imposible o prácticamente imposible que en un bar español hubiera algo apto para veganos. Cuando le conocí, no era vegano.
La queja era imperativa: esencialmente debían tener algo para gente como él. Mi reacción, mental porque no la comenté, fue que si el propietario del bar sintiera como una falta, daño u oportunidad que aprovechar el dar servicio a personas veganas su primario instinto de codicia le llevaría a incluir en su oferta algo que satisfaciera a clientes que, sin duda, regresarían.
Viceversa, un observador de la vida como yo que procura dejar a los demás hacer lo que quieran con su libertad con tal de que no se entrometan en la mía, si el obstinado propietario del bar sin oferta vegana decide no tenerla y ver que hay clientes que le rechazan, allá él con su estrategia comercial. Es el dueño, corre el riesgo, su única obligación es no envenenar a nadie.
Sería el mismo caso de quienes creen legítimo que la hostelería esté obligada a dar agua del grifo gratis… como si el servicio no costara dinero, la vajilla no se rompiera, el tiempo que te pasas sentado sin un cliente que pague no fuera un lucro cesante y si no hubiera que pagar impuestos por abrir la puerta del bar: es tonto no tener la cortesía con el cliente cuando lo amerita, es ridículo obligar a alguien a prestar servicios a la fuerza sin ser remunerado por ello.
Mi amigo se fue haciendo cada vez más intenso con su militancia proanimal. Hizo un documental sobre las fiestas (crueles) en las que las poblaciones españolas disfrutan torturando animales (yo le puse dinero entre muchos, creo que es un buen realizador de documentales y, vaya, es amigo). Su veganismo ideológico y militante cada vez era más obvio en público.
También se oponía a las subidas de alquileres. La teoría era la siguiente: uno lleva toda la vida en su barrio (toda la vida pueden ser qué se yo… cinco, seis… siete… años) y, al llegar al término de vencimiento de contrato, el propietario, al ver cómo en su zona existen mejores precios, no puede tener la capacidad de decirte que has de pagar más (radicalmente más) y comunicarte que la alternativa es la no renovación del contrato.
Aquí el bar que no tiene oferta vegana y debe tenerla se convierte en el propietario que no puede decidir a quién alquila, al precio al que alquila… cumpliendo la ley vigente, que no es algo que se pueda decir que ampare al propietario en demasía. Una persona que se supone que es consciente de que vive alquilado (es decir, que es consciente de que no es el propietario) se rasga las vestiduras porque no puede seguir al precio que no quiere o no puede pagar y tiene, ay, que cambiar de barrio. No sé en qué lugar de las cartas de derechos figura el derecho a vivir en el barrio que te gusta.
Pero para mi amigo era una canallada y discutimos. Me permití ponerle en perspectiva en qué pasaría si la casa fuera de su abuelita y fuera el complemento de una pensión mínima y que la propiedad fuera producto de su herencia como viuda. O si el heredero fuera un minusválido con necesidad de asistencia física y emocional y esa fuera su fuente de bienestar. No hubo acuerdo, aunque por supuesto uno opina que por qué se necesita poner una excusa dramática para administrar una propiedad adquirida legítimamente.
La otra tarde le dio publicidad a un enlace sobre la alimentación de las granjas de pescado. Su propuesta era radical: la abolición del consumo de pescado. Por lo visto en el proceso de creación de los alimentos preparados se cometen una serie de barbaridades contra otros animales y estar en favor de eso supone ser cómplice de alguna forma de masacre. Ojo: abolición.
La relación de los hombres con los animales es complicada. Lo bueno y malo para comer está repleto de constructos sociológicos… o ideológicos. Una recuerda cómo se pretendía argumentar que, frente al hambre en la India, los hinduistas podrían comerse las vacas que pueblan el país intactas y terminar con la tragedia. Obviamente, el hambre no corrompe la fe tan fácilmente, se es temeroso de (tu) dios al menos en público, por lo que forzar a alguien a incumplir sus creencias no es algo que se lleve bien con la realidad y con eso que tanto nos gusta defender de la libertad individual. No ocurrió.
Los occidentales no quieren comer perros: habrá que verlos realmente muertos de hambre pero no, ustedes no nos van a obligar a comer perros: no te comes a tus mascotas y la leyenda dice que los gringos se ponen de los nervios cuando les decimos que hacemos conejo al ajillo.
Lo interesante de esta cuestión es que la fe, creencia o el mero enunciado de la inmoralidad de comer animales parece coincidir con todo un pasado de la Humanidad alrededor del animismo, la adoración de los animales y de la naturaleza. Una forma religiosa o de explicación sobrenatural de la existencia. Sin embargo, lo más natural del mundo es la cadena trófica: los lobos se comen a los corderos, los buitres se comen los restos de corderos y lobos, los corderos solo comen hierba, una culebra se puede comer cualquier cosa que camina si miramos libros de naturaleza. Las ballenas arrasan con el plancton y los pobrecitos esquimales (y otros) se comen la carne de ballena, pero también se usaban las barbas para hacer paraguas, la grasa para aceite y el ámbar gris de los cachalotes en perfumería: es decir, la explotación de lo animal va más allá del mero alimento. Pero, una vez sacrificado, los restos no tienen otro uso. Está la queja de matar focas para hacer abrigos únicamente. Lo que nos lleva a la explotación -¿o es mejor decir sobre-explotación?- animal.
Para mi amigo, al final, es una posición ante la vida que debe ser extendida a todos los individuos: no comer animales es una forma de oponerse a una explotación cruel, es decir, no parece ser una elección placentera y, si los da, los argumentos sobre la presunta mejor salud de no comer carne y otros muchos que se mencionan regularmente parecen ser secundarios en su discurso. Dijo cómplices de esta especie de masacre: por tanto el próximo paso es que seamos sancionados por incumplir la ley que sin duda debe aprobarse para cumplir con la creencia de que sacrificar animales para alimentarse es contrario a la moral o a la mera justicia. Como subirte el alquiler (no hay queja cuando bajan, el propietario debe asumirlo y ni mucho menos esperar que cuando vuelvan a subir se recuperen) o como no darte agua (del grifo) gratis en un bar: ya es ley, con la excusa de que así no se consumen botellas de plástico (¿qué pasa con el vidrio?).
No se va a negar aquí que la sociedad tiene preguntas que hacerse sobre cómo se produce lo que come: esencialmente para que cada uno elija su moral y su elección ante conflictos sobre el placer y los sentimientos. Esencialmente la cuestión del trato a los animales tiene que ver con cómo te sientes tú y cómo eres tú si disfrutas provocando sufrimiento innecesario. O elegir que, si tienes sentimientos de amor hacia un animal, rechaces comer ese y todos los ejemplares que puedas toparte.
De ahí a que como no me gusta el método de disponer de animales para comer se debe concluir que el animal no se coma, estamos probablemente ante una posición religiosa. Que el clima de espera del Armagedón climático, ese castigo divino de hombres levantados contra la diosa naturaleza, redondea. Servidor, qué viejo soy, sólo puedo pensar que vivimos una orgía mística colectiva que, por supuesto, esconde la funesta manía de obligar a los demás a cumplir con los postulados morales de otros y, qué extraño, el impulso frenético para que la propiedad y la iniciativa comercial de los demás sea entregada sin compensación alguna a chamanes decisores sobre el bien y el mal, y que a eso se le llame justicia.
Pienso en los espantapájaros: una engañifa para que las aves no se coman las frutas y verduras que con tanto esmero cultivamos. ¿Tiene sentimientos morales el pájaro cuando se come nuestros albaricoques? Es parecido al robo. Lo sería si lo hiciera una persona. Quién puede saberlo, lo que sabemos es que se los come.
Qué pocos amigos me van a quedar.