Así como si nada
Voy a mirar la fecha de nacimiento de Sarah Jessica Parker. Es asombroso, pero nacimos en el mismo año: soy únicamente un par de meses mayor que ella, pero dónde va a parar el hecho de que mi apariencia es cien mil veces mejor. Pero lo es porque ella aparenta, diría que casi dramáticamente, muchísimos más, no porque yo no encaje en los míos: hay mañanas que digo frente al espejo, «sí, hasta la madurez has pasado». Para entrar en otra dimensión, se entiende.
Las dos versiones en largometraje de Sex&theCity son un bodrio. Pero la serie, que los que tenemos cierta edad y que vivimos en un tiempo y un lugar consumimos en DVD, era una comedia excelente. Repetir ahora que es de esas producciones audiovisuales que cambian el entorno de conversación y el lenguaje de la vida cotidiana es un monumento a la obviedad.
Aunque había algo de pacato y puritano en la forma en que ese mundo noventero trataba el sexo y el empoderamiento femenino sobre el sexo (hablamos de un país donde todavía hoy la televisión pone un pitido y asteriscos ante palabras como f**k y s**t), la idea de que la gente podía ser openly gay y de que las chicas se podían comportar como bandas de tíos saliendo de caza (eso sí, con zapatos de Manolo Blahnik que, vive dios, un servidor no ubicaba en ningún lado) era algo más o menos revolucionario.
Me visitan Stephan Fuetterer y La Chorba en la cueva alicantina. Nativos de Benidorm, se detienen de paso volviendo a casa por Navidad, le echan una mirada a las paredes y convienen que se cumple el perfecto canon de las casas de verano, que incluye restos de piezas y vajillas de varias abuelas y tatarabuelas a las que se presta poca atención porque son paisaje. Las casas de verano funcionan como un sumidero de objetos que no caben en las viviendas regulares -de invierno, primavera y otoño- sea por su inutilidad, su incompatibilidad estética con el mobiliario moderno o por pura falta de espacio y contener demasiada nostalgia como para asesinarlos en el cubo de basura.
En un recodo de las estanterías, resulta que están los viejos DVDs de Sexo en Nueva York, que se llamó aquí. Y que alguien debió dejar un verano de cuando no había internet, ni era fácil engancharse a cable o satélite en estas urbanizaciones más bien poco urbanizadas: de las noches de verano terminadas con la bandera, a guardarse con primor una tacada de episodios para ver ahora que tenemos tiempo.
A mi Carrie Bradshaw siempre me pareció un punto choni: ese collarcito con su nombre al cuello era propio de un extrarradio español en todo su esplendor. Pero por el pinganillo me dicen que había algo de revolucionario en cómo la pintaban: eso de mezclar marcas de lujo con ropa usada o directamente de mercadillo era lo más innovador que se podía encontrar. Mis ojos nunca pudieron percatarse de eso, ni de quién era Tom Ford (el salvador de Gucci: oigan qué buena la película esa que sacaron) ni de quién era Halston (qué buena la serie). Los americanos eran gente que iba a jugar al golf con pantalones de cuadros y que se ponían -las americanas- medias para ir a la oficina en verano, ¿por qué iba yo a fijarme en otra cosa?.
Lo único verdaderamente interesante de Just Like That, el nuevo regreso de Sex&TheCity, es justamente el contraste de quiénes fueron ellas con el entorno contemporáneo: las chicas asilvestradas generan el mismo contraste caduco con el entorno que los DVDs olvidados. La pacatería que parecía sutilmente avanzada (es que, al final, decían eso de number two para ir al baño), queda obsoleta al lado de los personajes de la estética y valores woke neoyorquinos (tan binarios, tan latinx). Tanto como los DVDs apilados que, como objetos de tatarabuela, quedaron para asombro somero si se da la casualidad de que el ojo se pose en algo que, en realidad, nadie mira ni extraña en su abandono.
Yo confieso que empiezo a sentirme, así como si nada, tan extraño en el mundo que me rodea como Sarah Jessica en un podcast no binario. O como los DVDs de series que ya no abro. Así que puede ser que, después de todo, sí tenemos la misma edad y está bien sincronizada.
P.D.: Resulta que Mr. Big se llamaba John James Preston. Tócatelos. Todos estos años sin saberlo. El personaje más injustamente tratado, el más coherente, el que con todo ello menos minutos tenía, el que le aguantaba a la rubia todas las idas y venidas, el tipo que hubieras querido ser y van y lo matan… ¡lo matan! ¡Encima de una bicicleta! En diez minutos de episodio. No hay derecho.