Homo ludens

La imagen es la de un niño sonriente en un triciclo de metal. De un metal desnudo, prácticamente puro alambre. El niño es pequeño, la ropa casi blanquísima en un retrato que sólo pudo ser blanco y negro.

Me interrogo sobre si el anciano que fue ese niño se preguntó cómo miraríamos sus cajones al abrirlos en su ausencia. Sostengo hace mucho que en un hombre adulto hay un niño que sigue buscando su juguete: el niño del triciclo sonreía feliz, pero de buena tinta sé que no había mucho más.

Quedaron perdidos en algún lado unos pocos libros con historias en dibujos. Historias que se negará el presente a ver como extraordinariamente ingenuas e inocentes, de puro inverosímil, sólo por su contexto de después de una guerra. Todo el recuerdo que me queda de su ajuar infantil, eran esos libros casi desencuadernados que pintaban niños con boina roja.

Están por todas partes ahora los libros de todo pelaje: creo que nunca creyó o que pronto dejó de creer, pero el último libro con marcas de lectura que aparece sobre una impresora dedicada a poner en papel fotográfico a sus nietos tiene una extraña e impensable orientación espiritual.

Impresoras y ordenadores se tornaron en juguete a la inesperada edad de sesenta años. Pareciera que toda la vida estuviera acumulando los juguetes que no había. He contado ocho cámaras fotográficas de primera calidad, con sus lentes. Analógicas y digitales. Grandes y pequeñas. Capaces de todo, pero que sólo registraban a su infinitamente amada esposa bajo monumentos de los viajes, o las comidas familiares, ni un amago de intención artística o ensayística.

He contado plumas estilográficas de excelente clase por encima de la veintena, con sus cartuchos y tinteros para su reposición y mantenimiento. Plumillas a la antigua, centenas -sí, centenas, puede que pasen de mil- de lapiceros y portaminas perfectamente afilados llenando cajas recuperadas desde las clásicas de puros a lo que fuera. Y todo para no dibujar nada, sino para rellenar crucigramas. Quedan unas notas sueltas sobre la mesa: una caligrafía que fue excelente ya temblaba y se retorcía en oposición a lo que antes fueron trazos vigorosos.

Cuchillos de cocina y navajas por todos lados incluyendo, claro está, la cocina. Con el filo perfecto. Fueran los cuchillos de mesa o los de cortar cebolla o queso. Más cuchillos en los altillos de su armario-taller, un lugar repleto de las herramientas más inverosímiles que nunca tenían nada que reparar. Cuchillos de monte o de soldado por otro cajón. De Portugal, China o Yemen, que yo también le traje.

Relojes. Amaba un par de Rolex que había comprado o le habían regalado cuando un Rolex era una joya. Pero amaba igual los Rolex falsos que había comprado -adrede- en el barrio chino de Nueva York y que no funcionaban a las pocas horas.

En orden escrupuloso, en los cajones hay papeles en blanco, el histórico de declaraciones de renta, más lapiceros, gomas, sacapuntas y minas y rotuladores. Tijeras de papel, guillotinas. Más vasos para más instrumentos de escritura, que era el nombre que otorgaba a todo eso. Hasta una colección de llaves de plástico de hoteles, estratosférica, robadas sin duda como recuerdo pero, sobre todo, como travesura.

Jugando, claro, hasta el fin.

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