Mutis
Hay curas que aman su oficio.
Estaba aún vestido de calle: pidió ir antes para poder organizar la escenografía de acuerdo al sentido de la ceremonia. Entre susurros, dije: «debe vivir bien». Porque las dimensiones de su vientre coincidían plenamente con las del mejor de los bon vivants.
Iba a convencerme de que eso era parte de una pura tradición de lo mejor del refranero español sometido a la observación incruenta de que el trabajo del sacerdote es media hora y con vino. Pero un segundo más de atención me llevó a tomar nota del remiendo de sus pantalones, justo en la parte baja que une la nalga con la pierna.
Funcionaban los remiendos como los viejos parches que ponían las madres en los jerseis de codos rozados hasta dejar ver la claridad de las camisas que cubrían. Y transformé, más aún reforzado por la vista de sus zapatos, la idea de estar frente a un gourmand con misal a la de un sujeto coherente con votos de pobreza, de modestia y de vida austera.
Pero decíamos que era un cura que amaba el oficio: traía unas fotocopias perfectamente dobladas con unos textos pegados a unos dibujitos muy de hoja parroquial. Preguntó – y reaccionó de seguido como si fuéramos a hacerlo sin la aprobación del rebaño presente – si queríamos o íbamos a cantar: nadie dijo o se atrevió a decir que no. Acto seguido nos entrenó en la hoja y los cantos y marchó por el hábito.
Cantaba con pasión el cura. La bóveda de la pequeña iglesia era de una simplicidad y una serenidad restaurada poco imaginada: coincidía con la subida del nivel de equipamientos y rehabilitación de pueblos en los que no se descubrió el retrete en la casa hasta bien pasada la mitad del siglo XX. Albert Boadella advertía en alguna entrevista o libro que cayó en mis manos de la extraordinaria capacidad teatral de la Iglesia Católica. Este cura era la representación perfecta: una ceremonia con sentido y sin disimulos, el bello eco de la voz sacerdotal rebotando en paredes de varios siglos, frías y desnudas.
El libro que me acompaña en el viaje dice, casi sin venir a cuento, que «los recuerdos se fabrican a la medida de la historia, por eso siempre llueve en los funerales, para no envilecer la tristeza con la banalidad del sol». Después de todo, es lo que tiene el invierno. Los cipreses del camposanto sirvieron de guía a lo lejos para los retornados familiares de ciudad. Una nube de diez o doce paraguas, acompañados de unos cuantos valientes sin protección a la semilluvia que el viento inclinaba como flechas, escuchaban de nuevo al cura, con sus zapatos con más humedad de la deseable y su voz potente tratando de ser más fuerte que la brisa.
Se desplazaron dos inmensas lápidas de algún material noble y bien pulido de las que bien orgullosa estaba mi ancestro, que mal hubiera llevado saber que su cuñada compartía paz eterna con ella y su hermano, pues para eso no compró su tumba. Seguramente, ni con sus hijos, que olvidó el apellido del esposo para el nombre que explica quiénes habitan el sepulcro.
El enterrador, que tierra no movió, se cortó los dedos con las aristas de la losa. Un hilo de sangre se vertió, al mármol y a la tierra. Los hombres jóvenes acudieron a ayudar a restituir la piedra a su sitio y alguien limpió el reguero de plasma. Y por fin se hizo el silencio.
Se elevaron los rumores sobre qué correspondía en ese momento. Sobre todo, si al enterrador había que darle una propina. Instantes largos por el frío y el agua que caía. El encargado de estas labores ya había salido por la puerta del muro que envuelve el cementerio: se contó el chascarrillo de que la abuela dijo que compró esa tumba cerca de la verja para poder salir corriendo. Fuera, sonrió cubriéndose los dedos con algo parecido a una tela, y se negó a recibir cualquier dinero.
En otro tiempo, hubiéramos comido de la matanza de la casa. Ya nadie hace matanza. Nos sofisticamos tanto que se fabrican dos empanadas de hojaldre a toda velocidad y se come el embutido trabajado por un carnicero de confianza. No queda orujo del de antes. Pero alguien fabrica un licor de moras de las zarzas que rodean los caminos. Después de todo, como siempre.
Adiós. Adieu. Auf wiedersehen. Farewell.