La ciencia puede que sea, al final, lo único que merece la pena. Bueno, y las novelas. Se llama Carpentier, como
Alejo, pero fabrica corazones artificiales, que
aquí dicen orgánicos y por tanto maravilla. Tan brillante que «podrá correr a su antojo sin preocuparse de regular el ritmo de la prótesis». Pero tan limitado como para que lo novelesco adquiera toda su dimensión y se pueble el mundo de personajes antes sólo ensoñados: «el artilugio deja de latir después de haber cumplido cinco años de ejercicio».
Cyborgs de carne y hueso. Personas unidas a lo relativo.